Julio Cortázar, el constructor de puentes – Marisa E. Martínez Pérsico
Vida y obra de Julio Florencio Cortázar se encuentran inexorablemente unidas por la voluntad de conciliar las distancias. En sus novelas y relatos –así como en su biografía– abundan los exilios impuestos o los alejamientos por elección, los desarraigos geográficos o emocionales, las pérdidas que sumen a los personajes en la nostalgia y los transforman en viajeros que, del lado de acá o del lado de allá, se alimentan de una búsqueda que pocas veces los conduce a puerto feliz.
La circunstancia de haber tenido un padre diplomático –era agregado cultural de la embajada argentina– y las desavenencias con los diferentes gobiernos militares de turno lo empujaron varias veces a la proscripción. Cortázar describe su nacimiento accidental en Bruselas, el 26 de agosto de 1914, como un “producto del turismo y de la diplomacia”. Durante la Primera Guerra Mundial, la familia Cortázar se refugió en países europeos neutrales: Suiza y luego España. Hasta los tres años y medio, Cortázar vivió en Barcelona; recién cuando finalizó la guerra, el pequeño Julio, de cuatro años, volvió a nuestro país con su familia para instalarse en una casona de Bánfield a la que describe como “una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y papagayos: un paraíso”. Sin embargo, los recuerdos de su infancia serán rememorados más tarde como “poco felices”, malogrados por el prematuro abandono de su padre, que dejó a su familia sumida en la pobreza. Con sólo seis años, Julio –apodado “el belgicano”– ya había conocido cuatro países, un puñado de idiomas y el alejamiento de un padre.
A principios de la década del ‘30, la familia se muda a Buenos Aires. Luego de obtener su título de magisterio en el Normal Mariano Acosta y de estudiar un año en la Facultad de Filosofía y Letras, “el belgicano” obtiene una cátedra de literatura francesa en la Universidad de Cuyo, circunstancia que lo obliga a radicarse en Mendoza. Sin embargo, no tardaría en asomarse el fantasma del exilio: las desavenencias con el gobierno de Perón y su política populista lo hicieron desistir de su cargo: «preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’ como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus puestos”. Desde entonces, los viajes de ida y vuelta de Buenos Aires a París signarán su vida hasta comienzos del ’70, cuando deberá distanciarse una década de la Argentina primero por las amenazas de la Triple A y luego por los “grupos de tarea” del Proceso de Reorganización Nacional. Su retorno se produjo recién con el advenimiento de la democracia, un año antes de su muerte. Hoy sus restos descansan en el cementerio de Montparnasse.
Sin ánimo de desplegar un biografismo estrecho sobre su ficción literaria, resulta un detalle llamativo que una de las imágenes recurrentes de su narrativa sean los puentes o los pasajes, los mismos escenarios simbólicos que surcó durante toda su vida. En sus textos proliferan puentes que unen Latinoamérica y Europa, pasadizos que transforman pasajes porteños en galerías parisinas, atajos psicológicos que transforman la realidad sensible en un mundo fantástico anhelado e inalcanzable, personajes que traspasan las fronteras de los libros y se convierten en habitantes de la vida real.
En Rayuela, Horacio Oliveira reparte su vida entre París y Buenos Aires, estadías que coinciden con la división de los “capítulos imprescindibles” de su novela: el “lado de allá” y el “lado de acá” respectivamente. En el “lado de acá”, Oliveira desembarca en la Argentina para perder definitivamente el amor de La Maga. Después de haberse esmerado tanto por frustrar el vínculo con ella en Francia, el alejamiento le permite darse cuenta de que la ama. En una Buenos Aires sofocante se reencuentra con su amigo Traveler y con su esposa Talita. Esta última es inducida por Oliveira a atravesar un peligroso tablón que une las ventanas de él y de su marido, un puente que representa el adulterio. En el cuento El otro cielo, un corredor de bolsa asfixiado por la normalidad burocrática de la vida porteña y por la sonrisa insulsa de su novia Irma se refugia en un cielo paralelo, al que accede luego de atravesar el porteño Pasaje Güemes y de emerger mágicamente en la parisina Galerie Vivienne. Allí vive la mujer de sus fantasías, Josiane, a quien deja de frecuentar luego de su matrimonio, aunque no consiga olvidarla. En El Diario de Alina Reyes y en algunos cuentos de Final del juego se multiplica el mismo tipo de imágenes.
En la narrativa de Cortázar, construir puentes significa conciliar los extremos, buscar con ansiedad un lugar propio, experimentar la nostalgia y la pérdida como nuevos rumbos para estimular el crecimiento personal. A muchos escritores les pesó la patria durante el siglo XX y no dejaron de decirlo a gritos: Juan Gelman y Juan José Saer son dos de nuestros mejores exponentes; uno en México, el otro desde Francia. Por suerte para los argentinos y para la literatura en general, en muchos casos el exilio resultó ser la alternativa más sana. Haroldo Conti –luego desaparecido– se refirió en la década del ’70 al exilio de Cortázar de la siguiente manera: «es bueno que se quede allá (…) Cuando enmudezcan todas las voces, habrá todavía una, salvada por la distancia, que señale y condene, que denuncie y ayude, que movilice y congregue».
Con sus grandes ojos espaciados que nos devuelven las fotografías, su erre afrancesada que nunca pudo suprimir, delgado y alto, y con un par de anteojos que se colocaba sin necesidad, Julio Cortázar, el mismo cuyas anécdotas cuentan que corría por las vecinas calles de Bánfield sin doblar las rodillas porque creía que así podría volar; el mismo que pasó gran parte de su vida en el extranjero, que retrató en su literatura la cultura de “allá” y los temas de “acá”, es tan nuestro como del mundo. Porque, como decía Jorge Luis Borges, a los argentinos no sólo nos es lícito hablar de orillas y de estancias, sino también del universo.
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Julio Cortázar: los 100 años de un cronopio
Ese 26 de agosto de 1914, en Bruselas, Bélgica, dos argentinos abrazaron por primera vez a su pequeño hijo recién nacido. Le pusieron de nombre Julio. Se llamó Julio Florencio Cortázar Scott, o sencillamente Julio Cortázar. Fue un escritor que soñó con un mundo justo, lleno de lectores y seres humanos libres. Este martes 26 hubiese cumplido 100 años de vida, pero solo llegó a 70. Este es un recuento de su monacal vida entregada a un arte y oficio: la Literatura.
Ese niño que dejó Bruselas -ocupada por los alemanes- para irse a Suiza en 1916, y esperar allí el fin de la primera gran guerra, apenas tenía cuatro años cuando caminó por las calles de Buenos Aires, Argentina, el país de sus padres y que él reconoció como suyo especialmente en su imaginario literario. Vivió en el barrio de Banfield, junto con su madre, su hermana Ofelia (un año menor que él), su abuela y una tía. Al igual que el peruano Mario Vargas Llosa, nunca más quiso saber de su padre, quien los abandonó. “Nunca hizo nada por nosotros”, dijo años más tarde.
Quiso ser profesor
Cortázar creció como un niño enfermizo. Primero el asma y luego una tendencia a dañarse los huesos en las caídas. Fue un adolescente taciturno, pero también amoroso. Escribía poemas, algo que su familia asumió con incredulidad.
A los 14 años, en 1928, ingresó a la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta; incluso llegó a estudiar algunos cursos en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Hasta que en 1932 obtuvo el título de “Maestro Normal”. Pese a ese destino que parecía encerrarlo a vivir dentro de Argentina, Cortázar nunca dejó de pensar y soñar con viajar a Europa. Lo intentó ese mismo año, pero no lo consiguió. Luego leyó el poemario ‘Opio’ de Jean Cocteau y su visión de lo literario se encaminó hacia el surrealismo.
Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, le iba bien, pero por razones económicas tuvo que trabajar de profesor en las afueras de la capital federal. De 1938 a 1945 Cortázar se dedicó a la enseñanza de la literatura en escuelas normales y en la Universidad de Cuyo, en Mendoza, a la par que escribía más que publicaba.
Dio a la luz poemas con el seudónimo de Julio Denis en 1938, y con el mismo seudónimo un ensayo sobre Rimbaud en 1941. Su primer cuento, en 1944, se tituló ‘Bruja’. Luego aparecerían en esa misma etapa otros notables cuentos -también con seudónimo- como ‘Casa tomada’ (1946), ‘Bestiario’ (1947) y ‘Circe’ (1948); todas en la revista Los Anales de Buenos Aires, que dirigía Jorge Luis Borges. Le interesó tanto la poesía en lengua francesa como en lengua inglesa (John Keats), y ya para 1948 obtuvo también el título de traductor público de inglés y francés.
Su sueño europeo
Cortázar era antiperonista, por eso no soportó el populismo que vivió su país a mediados de los años 40; y por eso tampoco sorprendió, primero su renuncia a enseñar, y luego en 1951 -tras publicar en la editorial Sudamericana su primer libro de cuentos, ‘Bestiario’-, su marcha a Europa, su sueño de niño. Lo hizo gracias a una beca del gobierno francés.
Llegó a París con la decisión de quedarse para siempre. Allí se ganó la vida como traductor independiente en la Unesco. Sería, por muchos años, un burócrata viajero suelto en el mundo, y feliz de hacer la literatura que le gustaba. Dos años después, en 1953, se casó con la traductora argentina Aurora Bernárdez.
A partir de este punto, su vida pública estuvo relacionada con los libros de ficciones y su trabajo como traductor. Y nacieron también por esos años iniciales de la década de 1950 sus inolvidables cronopios.
“Una noche, escuchando un concierto en el Thèatre des Champs Elysées, tuve bruscamente la noción de unos personajes que se llamarían cronopios”, dijo después.
A la par que traducía los cuentos del norteamericano Edgar Allan Poe, publicó ‘Final del juego’ en 1956 en México. Y en 1959, ‘Las armas secretas’, también en la editorial Sudamericana. Ese libro fue clave en su trabajo literario, pues en sus páginas publicó el cuento largo ‘El perseguidor’, cuyo personaje central es Charlie Parker, el famoso jazzista fallecido en 1955.
El arte se reveló ante él
El juego, la muerte, la existencia, el absurdo, el vacío, el arte inundaron su mundo imaginario; a partir de ese cuento en clave jazzística su visión se agudizó, se afinó, y remontó con desparpajo el canon literario de su época.
En la década de 1960 esa actitud y visión se expresarían en espacios narrativos de mayor envergadura: la novela se convirtió en su opción creadora. Entonces, no tardarían en aparecer sus ficciones novelescas: ‘Los premios’ de 1960 y la cumbre de su narrativa con ‘Rayuela’ (1963).
En el entretiempo de ambas novelas, publicó en 1962 el entrañable libro ‘Historias de cronopios y de famas’. Y luego de ‘Rayuela’, se atrevió en 1966 a reunir sus últimos cuentos y darnos un regalo grandioso: ‘Todos los fuegos el fuego’
Más allá de sus ideas políticas, Julio Cortázar fue fiel ante todo a su febril imaginación, a la que pocas veces defraudó. Ya en los años 70 reeditó sus ‘clásicos’, recibió premios y homenajes y publicó algunos libros nuevos, que poco añadieron a su consagración como escritor universal.
Pero su fantasía lo guiaría siempre; un persistente afán por descubrir universos nuevos lo convertiría en un artista de la palabra alejado de normas de género o límites de forma. En sus manos, la poesía parecía cuento y el cuento ensayo; muchos de sus ensayos eran casi poemas; y sus novelas un laboratorio de ideas, sensaciones, imágenes y retos a su talento literario incontenible.
Final del juego
Murió de leucemia, el 12 de febrero de 1984. Fue enterrado en el cementerio de Montparnasse, al lado de su última esposa Carol Dunlop. Ese mismo año, en México, la editorial Nueva Imagen publicó su libro de poemas ‘Salvo el crepúsculo’.
Dos años después, en 1986, la editorial Alfaguara decidió publicar sus obras completas. Todo. Hasta lo que no se había publicado del escritor argentino.
Aunque decir “argentino”, a estas alturas del centenario, ya se siente algo egoísta. Cortázar, como la buena literatura, no tiene nacionalidad que le reduzca. Fue y será libre. De todos.
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