Álvaro García Linera: «Para derrotar a la ultraderecha, las izquierdas deben ser radicales»

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«Para derrotar a la ultraderecha, las izquierdas deben ser radicales»

Por Tamara Ospina Posse

A raíz de su viaje a Colombia para inaugurar el ciclo de pensamiento «Imaginar el futuro desde el Sur», organizado desde el Ministerio de Cultura de Colombia por la filósofa Luciana Cadahia, el exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera habló con Jacobin sobre el escenario político y social que transita América Latina en este «tiempo liminar» o interregno que deberemos transitar durante los próximos 10 o 15 años, hasta la consolidación de un nuevo orden mundial. Está claro que esa inestable oscuridad es el momento para la entrada en escena de las ultraderechas más monstruosas que, en cierta medida, son consecuencia de los límites del progresismo. En la nueva etapa, Linera plantea que el progresismo debe apostar por una mayor audacia para, por un lado, responder con responsabilidad histórica a las demandas profundas que se encuentran en la base de la adhesión popular y, por otro, neutralizar los cantos de sirena de las nuevas derechas. Esto implica avanzar en reformas profundas sobre la propiedad, los impuestos, la justicia social, la distribución de la riqueza y la recuperación de los recursos comunes en favor de la sociedad. Sólo así, empezando por resolver las demandas económicas más básicas de la sociedad y avanzando en una democratización real, plantea Linera, se podrá volver a confinar a las ultraderechas a sus nichos.
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En la región, el siglo XXI comenzó con una oleada de gobiernos progresistas que reorientó el rumbo de América Latina, pero esta dinámica comenzó a estancarse después del triunfo de Mauricio Macri en Argentina en 2015, lo que dio lugar a que muchos vaticinaran el fin del progresismo regional. Así, comenzó una oleada de gobiernos conservadores, pero, en contratendencia, en países como Brasil, Honduras o Bolivia el progresismo retornó. Y en otros, como México y Colombia, logró llegar al poder por primera vez. ¿Cómo lee esta tensión actual entre los gobiernos populares o progresistas y otros conservadores u oligárquicos?

Lo que caracteriza al tiempo histórico que va desde 10 años o 15 años atrás hasta los siguientes 10 o 15 años es el declive lento, angustiante y contradictorio de un modelo de organización de la economía y de la legitimación del capitalismo contemporáneo, así como la ausencia de un nuevo modelo sólido y estable que retome el crecimiento económico, la estabilidad económica y la legitimación política. Es un largo período, estamos hablando de 20 o 30 años, en cuyo interior, entonces habita esto que hemos llamado «tiempo liminal» —lo que Gramsci llamaba «interregno»—, donde se suceden oleadas y contraoleadas de múltiples intentos por dirimir ese impasse.

América Latina —y ahora el mundo, porque América Latina se adelantó a lo que luego sucedió en todos lados—, vivió una oleada progresista intensa y profunda, pero que no logró consolidarse, seguida por una contraoleada regresiva conservadora y luego por una nueva oleada progresista. Posiblemente, todavía veamos durante los siguientes 5 o10 años estas oleadas y contraoleadas de victorias cortas y de derrotas cortas, de hegemonías cortas, hasta que el mundo redefina el nuevo modelo de acumulación y de legitimación que le devolverá al mundo y a América Latina un ciclo de estabilidad por los siguientes 30 años. En tanto no suceda eso, estaremos asistiendo a esta esta vorágine propia del tiempo liminal. Y, como decía, uno asiste a oleadas progresistas, a su agotamiento, a contrarreformas conservadoras que también fracasan, a una nueva oleada progresista… Y cada contrarreforma y cada oleada progresista es distinta a la otra. Milei es distinto a Macri, aunque recoge a parte de él. Alberto Fernández, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador son distintos a los referentes de la primera oleada, aunque recogen parte de su herencia. Y creo que seguiremos asistiendo a una tercera oleada y a una tercera contraoleada hasta que en algún momento el orden del mundo se defina, porque esta inestabilidad y esta angustia no pueden ser perpetuas. En el fondo, como sucedió en los años 30 y 80 del siglo XX, lo que vemos es el declive cíclico de un régimen de acumulación económico (liberal entre 1870 y 1920, de capitalismo de Estado entre 1940 y 1980, neoliberal entre 1980 y 2010), el caos que genera ese ocaso histórico, y la pugna por instaurar un nuevo y duradero modelo de acumulación-dominación que retome el crecimiento económico y la adherencia social.

Podemos observar que la derecha vuelve a implementar prácticas que creíamos superadas, incluyendo golpes de Estado, persecución política e intentos de asesinato… Incluso usted mismo sufrió un golpe de Estado. ¿Cómo cree que seguirán evolucionando estas prácticas? ¿Y cómo las podemos resistir desde los proyectos populares?

Algo propio del tiempo liminal, del interregno, es la divergencia de las elites políticas. Cuando las cosas van bien —como hasta los años 2000—, las élites convergen en torno a un único modelo de acumulación y de legitimación y todos se vuelven centristas. Las izquierdas mismas se atemperan y se neoliberalizan, aunque siempre va a haber una izquierda radical pero marginal, sin audiencia. Las derechas también se pelean entre ellas, pero meramente por recambios y retoques circunstanciales. Cuando todo eso entra en su declive histórico inevitable, comienzan las divergencias y las derechas se escinden en extremas derechas. La extrema derecha comienza a comerse a la derecha moderada. Y las izquierdas más radicalizadas emergen de su marginalidad e insignificancia política, comienzan a adquirir resonancia y audiencia, crecen. En el interregno, la divergencia de proyectos políticos es la norma, porque hay búsquedas, disidentes unas de otras, por resolver la crisis del viejo orden, en medio de una sociedad descontenta, que ya no confía, que ya no cree en los antiguos «dioses», en las antiguas recetas, en las antiguas propuestas que garantizaron la tolerancia moral hacia los gobernantes. Y, entonces, los extremos comienzan a potenciarse.

Eso vamos a ver con las derechas. La centroderecha, que gobernó el continente y el mundo durante 30 ó 40 años, ya no tiene respuestas a los evidentes fallos económicos del globalismo liberal y, ante las dudas y las angustias de las personas, surge una extrema derecha que sigue defendiendo al capital pero que cree que los buenos modales de la antigua época ya no son suficientes y que ahora hay que imponer las reglas del mercado por la fuerza. Esto implica domesticar a la gente, si es necesario a palos, para regresar a un libre mercado puro y prístino, sin concesiones ni ambigüedades, porque –según ellos- eso fue la causa del fracaso. Entonces, esta extrema derecha tiende a consolidarse y a ganar más adeptos hablando de «autoridad», «shock de libre mercado» y «reducción del Estado». Y si hay levantamientos sociales corresponde utilizar la fuerza y la coerción, y si es necesario el golpe de Estado o la masacre, para disciplinar a los díscolos que se oponen a este regreso moral a las «buenas costumbres» de la libre empresa y de la vida civilizada: con las mujeres cocinando, los hombres mandando, los patrones decidiendo y los obreros trabajando en silencio. Un síntoma más del ocaso liberal se evidencia cuando ya no pueden convencer ni seducir y necesitan imponer; lo que implica que están ya en su tiempo crepuscular. Pero no por ello dejan de ser peligrosos, por la radicalidad autoritaria de sus imposiciones.

Frente a eso, el progresismo y las izquierdas no pueden tener un comportamiento condescendiente, intentando contentar a todas las facciones y sectores sociales. Las izquierdas salen de su marginalidad en el tiempo liminal porque se presentan como alternativa popular al desastre económico que ha ocasionado el neoliberalismo empresarial; y su función no puede ser la de implementar un neoliberalismo con «rostro humano», «verde» o «progresista». La gente no sale a las calles y vota electoralmente a la izquierda para decorar el neoliberalismo. Se moviliza y cambia radicalmente sus anteriores adherencias políticas porque está harta de ese neoliberalismo, porque desea deshacerse de él pues solo ha enriquecido a pocas familias y a unas pocas empresas. Y si la izquierda no cumple eso, y convive con un régimen que empobrece al pueblo, es inevitable que la gente gire drásticamente sus preferencias políticas hacia salidas de extrema derecha que ofrecen una salida (ilusoria) al gran malestar colectivo.

Las izquierdas, si quieren consolidarse, deben responder a las demandas por las que surgieron y, si quieren en verdad derrotar a las extremas derechas tienen que resolver de manera estructural la pobreza de la sociedad, la desigualdad, la precariedad de los servicios, la educación, la salud y la vivienda. Y para poder realizar eso materialmente, tienen que ser radicales en sus reformas sobre la propiedad, los impuestos, la justicia social, la distribución de la riqueza, la recuperación de los recursos comunes en favor de la sociedad. Detenerse en esa obra va a alimentar la ley de las crisis sociales: toda actitud moderada ante la gravedad de la crisis, fomenta y alimenta los extremos. Si las derechas hacen eso, alimentan a las izquierdas, si lo hacen las izquierdas, alimentan a las extremas derechas.

Entonces, la manera de derrotar a las extremas derechas, reduciéndolas a un nicho —que va a seguir existiendo, pero ya sin irradiación social— radica en la expansión de las reformas económicas y políticas que se traduzcan en visibles y sostenidas mejoras materiales en las condiciones de vida de las mayorías populares de la sociedad; en la mayor democratización de las decisiones, en una mayor democratización de la riqueza y de la propiedad, de tal manera que la contención a las extremas derechas no sea meramente un discurso, sino que se apoye en una serie de acciones prácticas de distribución de la riqueza que resuelva las principales angustias y demandas populares (pobreza, inflación, precariedad, inseguridad, injusticia..). Porque, no hay que olvidar, que las extremas derechas son una respuesta, pervertida, a esas angustias. Cuanto más distribuyas la riqueza, ciertamente más afectas los privilegios de los poderosos, pero ellos van a ir quedando en minoría en torno a la defensa rabiosa de sus privilegios, en tanto que las izquierdas se consolidaran como las que se preocupan y resuelven las necesidades básicas del pueblo. Pero, cuanto esas izquierdas o progresismos más se comporten de manera miedosa, timorata y ambigua en la resolución de los principales problemas de la sociedad, las derechas extremas más van a crecer y el progresismo quedará aislado en la impotencia de la decepción. Entonces, en estos tiempos, a las extremas derechas se las derrota con más democracia y con mayor distribución de la riqueza; no con moderación ni conciliación.

¿Hay elementos novedosos en las nuevas derechas? ¿Es correcto llamarlas fascistas o deberíamos nombrarlas de otra manera? ¿Las derechas están organizando un laboratorio posdemocrático para el continente (incluyendo a Estados Unidos)?

Sin dudas, la democracia liberal, como mero recambio de elites que deciden por el pueblo, tiende inevitablemente hacia formas autoritarias. Si, en momentos, pudo rendir frutos de democratización social fue por impulso de otras formas democráticas plebeyas que se desplegaron simultáneamente —la forma sindicato, la forma comunidad agraria, la forma plebeya de la multitud urbana—. Son estas acciones colectivas múltiples y multiformes de democracia las que le dieron a la democracia liberal una irradiación universalista. Esto pudo suceder porque siempre estaba siendo rebasada y jalada por delante. Pero si uno deja a la democracia liberal tal cual, como mera selección de gobernantes, inevitablemente tiende a la concentración de decisiones, a su conversión en lo que Schumpeter llamaba la democracia como mera elección competitiva de quienes van a decidir sobre la sociedad, lo que es una forma autoritaria de concentrar las decisiones. Y, ese monopolio decisional por medios autoritarios y, llegado el caso, por encima del propio procedimiento de selección de elites, es lo que caracteriza a las extremas derechas. Por eso, no hay antagonismo entre extremas derechas y democracia liberal. Hay una colusión de fondo. Las extremas derechas pueden coexistir con este tipo de democratización meramente elitista que alimenta la democracia liberal. Por eso no es raro que lleguen al gobierno por medio de elecciones. Pero, lo que la democracia liberal tolera marginalmente de mala gana, y las extremas derechas rechazan abiertamente, son otras formas de democratización, que tienen que ver con las presencias de democracias desde abajo (sindicatos, comunidades agrarias, asambleas barriales, acciones colectivas…). Se oponen a ellas, las rechazan y las consideran como un estorbo. En este sentido, las extremas derechas actuales son antidemocráticas. Solamente aceptan que se los elija a ellos para mandar, pero rechazan otras formas de participación y democratización de la riqueza, lo que les parece un insulto, un agravio o un absurdo que debe combatido con la fuerza del orden y de la disciplina coercitiva.

Ahora, ¿esto es fascismo? Difícil de decidir. Hay todo un debate académico y político sobre qué nombre tomará esto y si vale la pena la evocación de las terribles acciones del fascismo de los años 30 y 40. En el preciosismo académico tal vez vale la pena estas digresiones, pero tiene muy poco efecto político. En América latina las personas de más de 60 años pueden tener recuerdos de las dictaduras militares fascistas y la definición puede causar un efecto en ellos, pero para las nuevas generaciones hablar de fascismo no dice gran cosa. No me opongo a ese debate, pero no veo que sea tan útil. Al final, la adhesión o rechazo social a los planteamientos de las extremas derechas no vendrá por el lado de los antiguos símbolos e imágenes que evocan, sino por la eficacia de responder a actuales angustias sociales que las izquierdas son impotentes de resolver.

Quizás, la mejor forma de calificar a estas extremas derechas, más allá de la etiqueta, sea entendiendo a qué tipo de demanda responde, que por supuesto, son demandas distintas a las de los años 30 y 40, aunque con ciertas similitudes por la crisis económica en ambos periodos. En lo personal, prefiero hablar de extremas derechas o derechas autoritarias; pero si alguien usa el concepto de fascismo, no me opongo, aunque tampoco me entusiasma demasiado. El problema puede venir si, de inicio, se las califica de fascistas y se deja de lado la pregunta respecto a qué tipo de demanda colectiva responden o ante qué tipo de fracaso emergen. Por ello, antes de etiquetar y tener respuestas sin preguntas, es mejor preguntarse sobre las condiciones sociales de su surgimiento, el tipo de soluciones que plantea y, sobre esas respuestas, ya se puede elegir el calificativo que corresponda: fascista, neofascista, autoritaria…

Por ejemplo, ¿está bien decir que Milei es fascista? Tal vez, pero primero hay que preguntarse porqué ganó, con el voto de quién, respondiendo a qué tipo de angustias. Eso es lo importante. Y además preguntarse qué hiciste tú para que eso sucediera. Hoy es más útil preguntarnos eso que el colocarle una etiqueta fácil que te resuelva el problema del rechazo moral pero que no ayuda a comprender la realidad ni a transformarla. Porque si respondes que Milei convoco a la angustia de una sociedad empobrecida, entonces queda claro que el tema es la pobreza. Si Milei le habló a una juventud que no tiene derechos, entonces hay una generación de personas que no accedieron a los derechos de los años 50, ni de los 60 ni del 2000. Ahí está el problema que el progresismo y la izquierda debe abordar para frenar a las extremas derechas y a los fascismos.

Hay que detectar los problemas con los que las extremas derechas interpelan a la sociedad porque su crecimiento también es un síntoma del fracaso de las izquierdas y el progresismo. No surgen de la nada sino después de que el progresismo no se animó, no pudo, no quiso, no vio, no entendió a la clase y a la juventud precaria, no captó el significado de la pobreza y de la economía por encima de los derechos de identidad. Ahí está el núcleo del presente. Esto no significa que no hables de la identidad, sino que jerarquices, entendiendo que el problema fundamental es la economía, la inflación, el dinero que se te escurre de los bolsillos. Y no se puede olvidar que la propia identidad tiene una dimensión de poder económico y político, que es lo que ancla la subalternidad. En el caso de Bolivia, por ejemplo, la identidad indígena conquistó su reconocimiento asumiendo el poder político, primero y, gradualmente, el poder económico dentro de la sociedad. La relación social fundamental del mundo moderno es el dinero, enajenada pero todavía relación social fundamental, que se te escurre, que diluye todas tus creencias y lealtades. Ese es el problema a resolver desde las izquierdas y el progresismo. Creo que la izquierda tiene que aprender de sus fracasos y deben tener una pedagogía sobre sí misma para encontrar luego los calificativos para denunciar o etiquetar algún fenómeno político, como es en este caso el de la extrema derecha.

Volviendo a los proyectos populares, ¿cuáles son los principales desafíos del progresismo para superar estas crisis, estos fracasos de los que hablabas? ¿Es solo por no haber podido comprender o interpretar de manera suficiente las necesidades y demandas de la ciudadanía que ahora las extremas derechas retoman?

El dinero es hoy el elemental, el básico, el clásico, el tradicional problema económico y político del presente. En tiempos de crisis, la economía manda, punto. Resuelve ese primer problema y luego el resto. Estamos en un tiempo histórico en que surge el progresismo y las extremas derechas, y decae la centroderecha clásica neoliberal, tradicional, universalista. ¿Por qué? Por la economía. Es la economía, señores, la que ocupa el centro de mando de la realidad. El progresismo, las izquierdas y las propuestas que vengan del lado popular tienen que resolver en primer lugar ese problema. Pero la sociedad a la que la antigua izquierda de los años 50 y 60, o el progresismo en la primera ola en algunos países, le resolvió el problema económico, es distinta a la actual. Las izquierdas siempre trabajaron sobre el sector de la clase trabajadora asalariada formal, y hoy es una incógnita para el progresismo la clase trabajadora no formal. El mundo de la informalidad agrupado bajo el concepto de «economía popular» es un agujero negro para las izquierdas que no lo conocen, no lo entienden y no tienen propuestas productivas para ella que no sea los meros paliativos asistenciales. En América Latina ese sector abarca al 60% de la población. Y no se trata de una presencia transitoria que va a desaparecer luego en la formalidad. No señores, el porvenir social va a ser con informalidad, con ese pequeño trabajador, pequeño campesino, pequeño emprendedor, asalariado informal, atravesado por relaciones familiares y de vínculos muy curiosos de lealtad local o regional, subsumido en instancias donde las relaciones capital-trabajo no son tan diáfanas como en una empresa formal. Ese mundo va a existir por los siguientes 50 años e involucra a la mayoría de la población latinoamericana. ¿Qué le dices a esas personas? ¿Cómo te preocupas por su vida, por su ingreso, por su salario, por sus condiciones de vida, por su consumo?

Estos dos temas son la clave del progresismo y la izquierda latinoamericana contemporáneas: resolver la crisis económica tomando en cuenta a ese sector informal que es la mayoría de la población trabajadora de América Latina. ¿Qué significa eso? ¿Con qué herramientas se hace? Por supuesto, con expropiaciones, nacionalizaciones, distribución de riqueza, ampliación de derechos, etc. Esas son herramientas, pero el objetivo es mejorar la condición de vida y el tejido productivo de ese 80% de la población, sindicalizada y no sindicalizada, formal e informal que conforma lo popular latinoamericano. Y además con mayor participación de la sociedad en la toma de decisiones. La gente quiere ser oída, quiere participar. El cuarto tema es el medioambiental, una justicia ambiental con justicia social y económica, nunca separado ni nunca por delante.

Usted está aquí en Colombia para asistir a un Ciclo de pensamiento coordinado por la filósofa Luciana Cadahia para el Ministerio de Cultura. ¿Qué cambios está pudiendo observar aquí con el triunfo del Pacto Histórico y el liderazgo de Gustavo Petro y Francia Márquez? ¿Cree que Colombia tiene algún rol protagónico para el progresismo de la región?

Tomando en cuenta los antecedentes históricos de la Colombia contemporánea, en la que al menos dos generaciones de luchadores sociales y activistas de izquierda han sido asesinados o exiliados, en la que las formas de acción colectiva legal han sido arrinconadas por el paramilitarismo y en la que EEUU ha intentado crear no solo una base militar a escala estatal sino también un pivote de cooptación cultural, es por demás heroico que un candidato de izquierda haya ganado electoralmente el gobierno. Y claro, cuando uno palpa el poderoso sedimento de la Colombia profunda que brota en los barrios y comunidades, entiende el estallido social del 2021 y el porqué de esa victoria.

El que un triunfo electoral progresista venga precedido de movilizaciones colectivas, habilita un espacio de disponibilidad social a reformas. Y es por eso que, pese a las limitaciones parlamentarias, el gobierno del presidente Petro es ahora el más radical de esta segunda ola progresista continental.

Dos acciones colocan a la gestión de Petro a la vanguardia del resto de los presidentes de izquierda. Por una parte, la aplicación de la reforma tributaria con carácter progresivo, es decir, que impone mayores tributos a quienes más dinero tienen. En la mayoría de los otros países latinoamericano, la más importante fuente de ingresos tributarios es el IVA, que claramente obliga a una mayor tributación a los que menos tienen.

En segundo lugar, el avance en la transición energética. Claramente ningún país del mundo, ni siquiera los que más contaminan como EEUU, Europa y China, ha abandonado de la noche a la mañana los combustibles fósiles. Se han planteado unas décadas de transición, e incluso, todavía, unos años más de producción record de esos combustibles. Sin embargo, Colombia, junto a Groenlandia, Dinamarca, España e Irlanda, son los únicos países del mundo que han prohibido cualquier nueva actividad exploratoria de petróleo. El caso colombiano es más relevante, porque para él, la exportación de petróleo representa más de la mitad del total de sus exportaciones, lo que hace de esta decisión algo mucho más audaz y avanzada a nivel global.

Se trata de reformas que ciertamente miran el porvenir de una manera comprometida con la vida y que alumbran el curso de lo que otras experiencias progresistas tendrían que también realizar a corto plazo.

Sin embargo, para que estas decisiones, y otras que aún faltan para cimentar condiciones de necesaria igualdad económica, sean sostenibles en el tiempo, no habría que descuidar la continua mejora real de los ingresos de las clases populares colombianas, ya que cualquier justicia climática sin justicia social, no pasa de ser un medioambientalismo liberal. Ello va a requerir un acople milimétrico entre los ingresos que el Estado dejará de percibir los siguientes años, con unos nuevos que deberá garantizar vía otras exportaciones, mayores impuestos a los ricos y palpables mejoras en las condiciones de vida de las mayorías populares.

Me gustaría finalizar con su lectura del papel que va a tener América Latina y el Caribe en el mundo. O, mejor dicho, qué rol político podremos ocupar en un escenario de transformaciones radicales como las que estamos viviendo.

A inicios del siglo XXI, América Latina fue la que dio el primer campanazo del agotamiento del ciclo de reformas neoliberales que se había instaurado globalmente desde los años 80 del siglo pasado. Aquí fue donde se inició la búsqueda de un régimen híbrido entre proteccionismo y librecambio, que luego, desde el año 2018 hasta hoy, han comenzado a ensayar paulatinamente en EE. UU. y los distintos países de Europa. A estas alturas, a pesar de puntuales recaídas melancólicas en un paleoliberalismo de patas cortas como en Brasil con Bolsonaro y Argentina con Milei, el mundo está en el tránsito a un nuevo régimen de acumulación y legitimación que sustituya al globalismo neoliberal.

Sin embargo, a estas alturas, el continente se halla algo extenuado para seguir liderando las reformas globales. Pareciera ser que la transición posneoliberal ahora deberá avanzar primero a escala global para que América Latina renueve sus fuerzas a fin de retomar los ímpetus iniciales. La posibilidad de unas reformas estructurales posneoliberales de segunda generación, o incluso, más radicales, que recuperen la fuerza transformadora continental, deberá esperar a mayores cambios mundiales y, por supuesto, una nueva oleada de acciones colectivas plebeyas que modifiquen el campo de las transformaciones imaginadas y posibles. En tanto no suceda eso, el continente será un intenso escenario de disputas pendulares entre victorias populares cortas y victorias conservadoras cortas, entre derrotas populares cortas y derrotas oligárquicas igualmente cortas.

Jacovin

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