Haití: una rebelión en busca de un proyecto – Por Lautaro Rivara

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Lautaro Rivara*

Puerto Príncipe, otra vez cubierta de hollines. Los jóvenes, casi niños, que recién ahora jugaban al fútbol entre la brea caliente del asfalto y las junturas rotas de las veredas desdentadas, están ahora, cabezas gachas y gestos de sigilo, parapetados tras las paredes macizas de la iglesia baptista de aquí a la vuelta. El intercambio con las fuerzas de seguridad es desigual y combinado. Pedruscos que van y se deshacen al tocar el suelo y disparos de bala que vienen y rompen el aire. Uniformes militares de un lado, y del otro torsos desnudos o bien las ropas inmaculadas del servicio eclesial de la mañana. Los vehículos robustos de las fuerzas de seguridad, y en frente la escaramuza heroica de algún mototaxi que se al combate. La adultez de los policías y la pubertad sin sombra de barba de los jóvenes que saludo cada día. Una densa humareda y su inconfundible olor de goma y basura quemada llega desde dónde las fuerzas especiales del CIMO deshacen una barricada montada hace instantes. Un oficial forcejea inútilmente con una piedra que un cíclope debe haber arrastrado hasta ahí, y que se hunde más y más en las grietas del asfalto.

Los disparos despiertan a todo mundo de una siesta de todas formas imposible entre el sopor del mediodía y la gritería típica de un día cualquiera en la urbe. Desde la terraza, un tercer piso con una panorámica privilegiada en esta ciudad chata, podada a fuerza de incendios y terremotos, se alcanza a ver a un vecino apilando materiales para la barricada, trabajando como un obseso con un chapón viejo y remachado de clavos. La escaramuza termina tan rápido como comenzó, pero no es más que un episodio de una larga serie de combates que se desarrollan desde el domingo en esta megalópolis confusa. Las volutas de humo negro que se multiplican por la zona de Delmas no dejan lugar a dudas. Mientras los acontecimientos se trasladan a algún foco más o menos distante, algún pie anónimo vuelve a aproximar al centro de la callejuela el arquito hecho con cañas y tiras de cámara de bicicleta, y una pelota remandada empieza a rodar su trayectoria irregular. La vida sigue y, con sus interrupciones, porfía pese a todo.

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Siete muertos según la policía nacional. Once según la oposición política, callejera y parlamentaria. Al menos 45 heridos, un centenar de detenidos, y los síntomas preocupantes de la creciente paramilitarización de la vida cotidiana. 40 cuerpos sin vida fueron hallados en la barriada popular de Lasalin, entre la basura y el hurgar de los puercos. Son atribuidos al enfrentamiento de bandas criminales, lo que demuestra los vacíos de un Estado impedido, inexistente, completamente incapaz de gestionar los territorios de la mismísima capital.

Ya es imposible saber cuántos muertos en este año ya se ha engullido a tantos. Y las edades que no pueden sorprendernos en un país en el que hace rato que hemos perdido el derecho al escándalo. Siempre jóvenes que apenas si sobrepasan la veintena. Siempre el mismo sujeto: el joven pobre y marginado que engrosa las periferias urbanas, el que duerme en estos espacios exiguos que yacen entre los “techos” montadas con lonas de la USAID (pobres vestigios de “ayuda humanitaria”) y las aguas servidas que se derraman a sus anchas por el piso. El mismo sujeto que el campo vomita en las ciudades, que las ciudades expulsan al extranjero, y que los países vecinos mastican y regurgitan de vuelta sobre la patria de origen.  Los que no tienen nada que perder salvo la vida, pero a algunos perdieron incluso eso, aunque parezcan desmentirlo con su roto trajinar diario.

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El día 19 de noviembre, y la secuela de los días posteriores, las clases populares haitianas volvieron a tomar las calles de todo el país. No de a puñados, no de a cientos, no de a miles, sino de a cientos de miles. No sólo en la capital sino en toda la geografía insular al oeste de la Isla La Española. Se trata de la tercera oportunidad en el año en que se movilizan multitudes inconmensurables. Fueron quizás medio millón de almas en octubre, y un millón previsible en la insurrección popular de julio contra la tentativa del gobierno y el FMI de aumentar el precio de los combustibles. Sin forzamientos, sin tiranteces, podríamos decir que uno de cada cinco haitianos ha salido a las calles en apenas seis meses.

Sin embargo, Haití apenas si es noticia, o es contada mal, entre la maraña de prejuicios y los flujos de la desinformación planificada. Y es que el libreto de las agencias internacionales de prensa que otorgan al mundo y a sus gentes el derecho y la dignidad de existir o no existir, de ser invisibles o ser narrados, es bien estricto. Haití sólo ha de ser noticia en casos de deflagración social interna o de catástrofe humanitaria. Millones de personas denunciando la corrupción endémica y estructural de una clase política local conviviente con las fuerzas de ocupación extranjeras, y el señalamiento de la inviabilidad de un país azotado por treinta años de políticas neoliberales acumuladas, no son, no deben, ser noticia. A 215 años de la Batalla de Vertières que diera el triunfo militar definitivo a la primera revolución social protagonizada por esclavos en toda la historia de la humanidad (con y fundamentalmente contra la universalidad trunca de la Revolución Francesa), Haití, país de negros, país de infras, de sub-alter, un agujero de mierda sobre la tierra como lo describiera la poesía escatológica de Donald Trump, tiene todavía uncido al cuello la señal del mal ejemplo. Por eso es que la opinión internacional sigue exigiendo aislar al país en la cuarentena de cercos de diversa índole (mediáticos, históricos, económicos, morales).

La visión miserabilista dominante sujeta siempre a la realidad nacional entre dos clavos: el de la conmiseración por un pueblo simultáneamente maldito por la naturaleza y por la historia, con su connotación pusilánime de lástima, fatalismo y piedad mal entendida. O el de la violencia ciega de un pueblo presuntamente brutal, bárbaro y sanguinario que nadie que haya pisado el país, jamás, logrará encontrar. “Bárbaros o víctimas” parece ser la representación alternativa, aunque complementaria, de la que es acreedora este país tan desfavorecido por la división internacional del agravio.

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Los hechos centrales que hay llevado a estos días de furia podrían resumirse así: Haití cuenta con una burguesía objetivamente apátrida, estructuralmente corrupta y vocacionalmente parasitaria, que se desempeña como socia consular de los Estados Unidos, quiénes aún hoy delinean los trazos gruesos (y también los finos) de la política nacional. Esto, como resultado de un extenso ciclo de ocupaciones militares y golpes de Estado que datan desde la ocupación norteamericana de 1914-1935 y que se perpetúa hoy en el accionar de las misiones de “paz y justicia” de las fuerzas multilaterales de la ONU, aún presentes en el país a través de la MINUJUSTH (ex MINUSTAH). Aquí no hubo las sutilezas de las políticas de buenos vecinos, las alianzas para el progreso o la discreta diplomacia del dólar, sino tan sólo cien largos años de duro garrote.

Esta tutela efectiva ha cedido a la clase política local apenas los privilegios (para nada exiguos) asociados al control del Estado y el monopolio de una soberanía puramente declamativa, repleta de protocolos inútiles pero carente de capacidades decisorias. Esta burguesía, carente de proyecto propio, se ha dedicado durante sus últimas tres administraciones gubernamentales (presidencias de Préval, Martelly y actualmente Moïse) a expoliar no sólo a las clases populares haitianas, sino también a sorber los recursos internacionales que han llegado a Haití como un verdadero maná del cielo, en lo que constituye una de las industrias más lucrativas y menos reguladas del mundo: la de la “ayuda humanitaria”. Este viejo negocio ha dado un espectacular salto desde el fatal terremoto de enero del 2010, aquel que se tragara 300 mil almas en apenas algunos segundos, y tras las consecuentes tareas de la “reconstrucción” de Haití. Numerosas ONGs europeas y norteamericanas, así como la fundación perteneciente a Bill Clinton, han captado y utilizado de forma opaca estos recursos ingentes.

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Pero en los últimos años no sólo la ONU, el Departamento de Estado norteamericano o las ONGs han ofrecido soluciones (discutibles y perjudiciales) a Haití. Honrando antiguas deudas de las naciones bolivarianas con el legado de la Revolución Haitiana y con el líder mulato Alexander Petión (quién diera dinero, armas y sosiego al libertador Simón Bolívar en su exilio caribeño), también se ha ofrecido a Haití el abrazo solidario de las políticas de integración regional. En particular el de la plataforma de cooperación energética Petrocaribe, fundada en el año 2005 por Hugo Chávez Frías en el marco de las políticas de integración de ALBA-TCP. El concepto de Petrocaribe, que fuera definido por su fundador como un “escudo anti-hambre” y “anti-crisis”, es realmente visionario. La plataforma ofrece a una veintena de países, en su mayoría pequeñas naciones insulares absolutamente dependientes de la provisión de recursos energéticos, el acceso a un barril de crudo barato y subsidiado, con la posibilidad de pagarlo en un plazo de 25 años a una tasa de interés irrisoria del orden del 1%. Además, Petrocaribe articula y pone en disponibilidad infraestructuras energéticas, y estimula un amplio abanico de programas sociales y de desarrollo.

Petrocaribe, así como las políticas de ALBA-TCP, tienen un valor añadido, que es el de desmercantilizar parcialmente el comercio entre los pueblos, finteando así las sacrosantas leyes del valor. Esto se debe a que los productos pueden ser intercambiados de forma directa, sin la mediación odiosa de la divisa norteamericana, y a que los países pueden ofrecer como contraparte servicios en lugar de productos o materias primas, como sucede en el conocido caso de un país humanamente hiper-cualificado como Cuba que no ha cesado de exportar médicos y otros profesionales.

Sin embargo, esta política loable ha sido mordazmente criticada por quienes acusa a Venezuela de haber hecho diplomacia con base en su petróleo barato. Nos limitaremos a responder a los acusadores que nadie puede negar la pretensión legítima de resguardar al Caribe como un espacio de integración y de autonomía relativa, respecto a las apetencias de los Estados Unidos (y también de nuevas potencias emergentes con aspiraciones de virreyes) respecto a los “patios traseros”, los “lagos interiores” o los “estados serviles asociados”. Desde Bolívar hasta aquí el Caribe ha sido pensado como el epicentro posible de las aspiraciones anfictiónicas, confederales, de los pueblos de la Patria Grande, como una bisagra fundamental de la integración continental autónoma, aquella que permita emerger una soberanía viable en este mundo tendencialmente multipolar con gigantismos en disputa. Además, lo preocupante y dañoso para los pueblos del Caribe no ha sido la diplomacia del petróleo, sino el guerrerismo asentado en la hipertrofia de los complejos industrial-militares.

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Ahora bien, es con estos loables propósitos que unos 3.800 millones de dólares arribaron a Haití, tratándose de una suma considerable para la economía haitiana, que debía atender las graves urgencias que la nación vive en materia alimentaria, habitacional, energética, ecológica, sanitaria y educativa. Pero estos recursos, gestionados por el estado haitiano, entraron en el agujero negro de la corrupción estructural, y fueron apropiados ilícitamente por su clase política y por las “lumpen-burguesías”. Un informe elaborado por el propio Senado, que siguió la huella de poco más de la mitad de los fondos totales, incriminó en voluminosas páginas a al menos una docena de altos funcionarios gubernamentales. El desfalco reconoce muchas caras. Por un lado los excesos previsibles de lo que en mi país se ha dado en llamar la “patria contratista”, que consiste en un festival desregulado de sobreprecios, subfacturaciones, construcción de obras fantasmales e inconclusión de proyectos. Otros mecanismos han sido aún más ominosos, como lo demuestra el desvío de fondos para la construcción de un hotel de lujo como el Hotel Marriot, o incluso para la construcción de la palaciega residencia personal del expresidente Martelly. El emblemático Valle del Artibonite, antiguo corazón de la producción arrocera haitiana antes de la ruina agrícola inducida por el FMI y los Estados Unidos a mediados de la década del ´80, debió ser también el destinatario de políticas de promoción agrícolas nunca verificadas en los hechos.

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En el asunto Petrocaribe, la medida de la desilusión es la medida del despojo. Y es que prácticamente no hay sector de la clase política tradicional, de aquella que es “electoralmente competitiva” o que si no lo es cuenta con las conexiones internacionales necesarias para sostenerse en el poder, que no haya sido salpicada por este escándalo de proporciones. Eso explica tanto la masividad y la radicalidad de las protestas, como la falta de expectativas sociales en lo que ha de venir después. Además, y previsiblemente, la publicidad inocultable del desfalco, lo ha metido de lleno en todas las especulaciones empresarias, geopolíticas y electorales en torno a Haití. Es esto lo que explica que el pedido de juicio y castigo a los responsables pueda aglutinar, contradictoriamente, desde las clases populares pedestres hasta burgueses renombrados o al Foro Económico Privado, que reúne a las principales corporaciones patronales del país. Aun así, la masividad de las protestas, su extensión nacional, su reincidencia, su continuidad en el tiempo y la articulación de demandas diversas que van desde la inmediata renuncia del presidente hasta la crítica más general de un modelo de país, nos sugieren que se trata también de la continuidad de un largo ciclo de protestas antineoliberales cuyo punto de inflexión fue la insurrección popular de julio. Tal y cómo lo han reclamado y sostenido los dirigentes de los movimientos sociales rurales y urbanos aglutinados en las plataformas de ALBA Movimientos y Vía Campesina, la renuncia del elenco presidencial y la convocatoria a un gobierno de transición que atienda a una agenda mínima (la reforma política, el desempleo y el flagelo del hambre) es una condición indispensable para la estabilización de un país sumido en una profunda crisis orgánica. Por sobre todas las cosas, es imprescindible alertar a la opinión pública internacional sobre la necesidad de permitir una resolución autónoma y soberana a la crisis haitiana, rechazando de plano y preventivamente cualquier especulación sobre la posibilidad de la remilitarización y reocupación del país por potencias extranjeras.

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Para terminar, quisiera deslizar tres hipótesis para analizar la actualidad haitiana. En primer lugar, señalar que Haití, por lo convulsivo, resulta promisorio. Me refiero a que la inestabilidad política crónica tiene un significado doble y contradictorio: en primer lugar, en relación a que el capital y las burguesías locales han estabilizado la excepcionalidad de la crisis como condición normal de la acumulación y el despojo. Así como una burguesía financiarizada y guerrerista no ha encontrado límites en el conflicto interno colombiano para su reproducción ampliada, también en Haití encontramos una burguesía que ha hecho de la excepcionalidad crítica haitiana (incluso catástrofes humanitarias mediante), la condición normal de su acumulación parasitaria, sea por vía de su función importadora o por su capacidad de captar parcialmente el flujo ingente de la ayuda humanitaria. Pero también la crisis permanente y la incapacidad de estabilizar la hegemonía política de las clases dominantes (lo que explica los recurrentes golpes de estado, los incesantes interinatos presidenciales o la apelación a la intervención militar externa), da cuenta de la insumisión y de la predisposición al combate de las clases populares, aún a costa de altos grados de improvisación y espontaneísmo.

La segunda tesis sostiene la total ausencia de un proyecto de desarrollo nacional. Fallido el viejo sueño reaccionario de convertir a Haití en el Taiwán del Caribe, e inducida la crisis terminal de la producción agrícola vía la abrupta liberalización comercial de mediados de la década del 80, los diversos proyectos globales o parciales para Haití no han cesado de fracasar. El intento de convertir al país en un polo turístico competitivo se diO de bruces con la sencilla dificultad de atraer al turismo internacional sin el desarrollo de la más mínima infraestructura, y merced a la simple imposibilidad de esconder a las cuatro quintas partes de una población empobrecida que ningún turista quiere ver. También han fracasado, o ni siquiera han expresado una alternativa real, las opciones de desarrollo del tipo de enclave, sean las “zonas francas” en las que por ejemplo las textiles gozan de regímenes de excepción y se benefician de la nulidad de las leyes laborales o del subsuelo en que se encuentran los salarios, o sean los enclaves de bauxita y de otros proyectos de las resistidas trasnacionales mineras. Es inocultable que ésta burguesía carece totalmente de proyecto. Haití es un corcho a la deriva en las tempestades del Mar Caribe. Ni si quiera la gran potencia del norte ofrece ni las ventajas, en general puramente formales y nominales, de la anexión al estilo Puerto Rico, bajo la férula del estado libre asociado, ni tampoco la posibilidad de buscar las migajas del banquete financiero reservado a los diminutos paraísos fiscales.

Por último y no menor, señalar que Haití cuenta con vigorosas reservas morales. Desde la proclividad a tomar las calles que ha impedido históricamente la consolidación e institucionalización de los regímenes de dominación, hasta, en el caso peculiar de los fondos de Petrocaribe, la vieja tradición de aliento campesino y comunitario a la que resultan tan ofensivas e intolerables prácticas como la corrupción y el robo. Sentimiento que puede sintetizarse en esa palabra tan fuerte y connotada en la lengua nacional haitiana que es el “dechukaj”, que podríamos traducir, imperfectamente, como la necesidad de extirpar, de arrancar de raíz, a los malos gobiernos. Y también, en el marco de estas reservas morales (que son simultáneamente políticas), de estos núcleos de buen sentido, no podemos dejar de mencionar un sentimiento nacional profundo y vigoroso, y una historicidad bien presente y actuante que empuja a las masas populares hacia la consecución de una noción de patria posible, con toques mesiánicos y carismáticos que procuran liderazgos fuertes capaces de religar a las fragmentadas clases populares. La tentativa en marcha de la regeneración nacional, del fin de los malos gobiernos, y de la interrupción de las políticas neoliberales e imperiales, expresa a un pueblo en estado de rebelión permanente que busca de un proyecto alternativo y popular de nación.

(*) Integrante de la Brigada Jean-Jacques Dessalines de Vía Campesina y ALBA Movimientos.

Alba Movimientos

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