Ley de semillas en Argentina, ¿qué está en juego?

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Semillas siempre en disputa

Por Tamara Perelmuter (IEALC/UBA) *

El gobierno de Cambiemos ha demostrado tener completa voluntad política de avanzar en la modificación de la Ley de Semillas cueste lo que cueste. Esto quedó de manifiesto el martes 13 de noviembre cuando dictaminaron en soledad, sin el apoyo de ningún otro bloque político; con la Federación Agraria Argentina (FAA) oponiéndose al mismo y con un centenar de organizaciones de campesinos y campesinas, indígenas, de productores y productoras de la agricultura familiar, sociales, políticas y ambientales manifestándose en las afueras del congreso.

La discusión no es novedosa. Desde 2012 existen intentos sistemáticos por modificar la ley, con la intención de brindarle mayor certidumbre a las empresas biotecnológicas y restringir el denominado “uso propio” de las semillas. Debido a las contradicciones entre los actores (incluso al interior del propio gobierno anterior) y la resistencia de las organizaciones, ninguno de los anteproyectos que estuvieron en discusión logró salir de la órbita del Ministerio de Agricultura. En octubre de 2016 el actual gobierno presentó su propuesta. Pero la gran novedad fue la presentación de proyectos por parte de una entidad de productores, la Federación Agraria Argentina (FAA), y una cámara empresarial semillera, la Asociación de Semilleros Argentinos (ASA). Este último anteproyecto era lisa y llanamente la ley que las empresas (con Bayer–Monsanto a la cabeza) querrían tener, ya que avanzaba mucho más en el recorte del “uso propio” que el proyecto de oficialismo al no plantear siquiera excepciones para el recorte del mismo. Todos esos proyectos perdieron estado parlamentario.

Y así llegamos al 2018, con negociaciones secretas realizadas en el Ministerio de Agroindustria entre las empresas del agronegocio, el gobierno y algunas de las organizaciones de grandes productores (sobre todo sojeros) como la Sociedad Rural Argentina. Tras el circo de “escuchar a todas las voces” en el Plenario de Comisiones, el agronegocio se prepara para tener una ley que avance en la profundización de un modelo agroalimentario para pocos. Para nada llama la atención el momento en que el gobierno decidió poner el pie en el acelerador. Por un lado, esto es parte de una serie de política orientadas a desarticular la agricultura familiar. Por otro lado, está relacionado con la llegada del G20 a fines de noviembre a nuestro país, ya que esto es parte de los compromisos que Argentina necesita para demostrar “seguridad jurídica” ante los inversores internacionales.

La importancia de las semillas

Desde el nacimiento de la agricultura y hasta hace no mucho tiempo, agricultores y agricultoras produjeron y reprodujeron libremente sus propias semillas; el proceso de selección y mejora estuvo en sus manos, quienes recurrentemente guardaban e intercambiaban con otros productores distintas semillas para las siguientes estaciones. A diferencia de otros productos, la semilla es un organismo vivo que puede reproducirse y es por esto que ha sido difícil transformarla en una mercancía. Sin embargo, el capital buscó siempre estrategias diversas para sortear las barreras derivadas que suponen una producción asentada sobre procesos biológicos.

A partir de mediados del siglo XX, acontecieron dos hitos en las transformaciones técnicas de las semillas que dieron pasos importantes en ese sentido: 1) la aparición de las semillas híbridas (masificadas en el marco de la Revolución Verde) que rompieron la identidad semillas-grano y, por lo tanto, significaron la separación del agricultor de su capacidad de replantar y el comienzo de la dependencia de las empresas que proveen los insumos; y 2) la expansión de las biotecnologías aplicadas al agro que dieron lugar a las semillas transgénicas, la cual condujo a grandes cambios en las estrategias de privatización del conocimiento, y en el uso y la reproducción de semillas habilitando nuevos mecanismos de acumulación de capital. Por lo tanto, las semillas se volvieron un punto de interés estratégico en el desarrollo de la agricultura global.

Las semillas son el primer eslabón de cualquier cadena agroalimentaria. De su posesión, producción y comercio, depende la soberanía alimentaria y el desarrollo agropecuario de un país. Quien controla las semillas, controla la cadena productiva y por lo tanto, la disponibilidad de alimentos. Y a nadie escapa lo que significa tener el poder sobre los alimentos. Actualmente el mercado de semillas comerciales es uno de los más concentrados y está controlado por un puñado de empresas transnacionales: si las megafusiones corporativas que actualmente se están negociando prosperan, solamente cuatro mega empresas monopolizarán más del 60% del mercado comercial de semillas a nivel mundial (ETC, 2018).[1]

Pero las semillas son también la base de la biodiversidad, y ésta se ha convertido en una riqueza estratégica a explotar y controlar. La preponderancia de la biotecnología y la posibilidad de manipular la información genética ha tornado al acervo genético de diversidad del planeta en uno de los elementos más codiciados por los laboratorios científicos. Las “tecnologías de la vida”, desarrolladas en los países del Norte, requieren del oro verde concentrado en los países del Sur.

¿Qué dice el dictamen y cuáles son sus consecuencias?

La Ley en discusión fue sancionada en 1973, y legisla sobre toda la producción, certificación y comercialización de semillas. También establece una forma de propiedad intelectual sobre variedades vegetales denominada Derechos de Obtentor (DOV). Los DOV refieren al derecho que se le otorga a quien desarrolla alguna “mejora” a una semilla (puede ser mediante transgénesis, hibridación o mejoramiento tradicional), para explotarla en exclusividad. Son válidos para todo tipo de semillas, a diferencia de las patentes, que son solo para las semillas transgénicas en tanto protege la modificación genética.

Asimismo, reconoce en su artículo 27 que “no lesiona ese derecho quien reserva y siembra semilla para uso propio”. Esta concepción del “uso propio” entendido como un “derecho de los agricultores” se enmarca en tratados internacionales de los que Argentina es signataria, como  la “Unión para la Protección de las Obtenciones Vegetales” (UPOV) en su versión de 1978 y el “Tratado Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la alimentación y la agricultura” (TRFAA), conocido como Tratado de Semillas.

Todos los intentos por modificar la ley tienen como objetivo cercenar la práctica de los productores agrarios a guardar, conservar, intercambiar y reproducir sus propias semillas. Esta situación que comenzó a vislumbrarse con la introducción de las semillas híbridas al crear la obligación de tener que comprar la semilla año a año (para no correr el riesgo de obtener variedades de menor rendimiento) transformando a los agricultores en un mercado cautivo para las empresas, se complejizó más tarde con la introducción de las semillas transgénicas. Ahora, los productores se ven obligados a comprar la tecnología que generalmente se encuentra en manos de las empresas que controlan la totalidad del proceso, por lo que se vuelven cada vez menos autónomos y más dependientes de la compra de costosos insumos a las transnacionales.

Recordemos que, desde los comienzos de la agricultura, el productor agropecuario se proveía a sí mismo de la semilla para el año siguiente. Con el tiempo, esta práctica fue reconfigurada, juridificándose en los términos de “derechos de los agricultores”. Pero desde hace tiempo que las empresas comprendieron que podrían ganar mucho más dinero si además de cobrar por la compra de las semillas, lo hacen por la resiembra de las mismas; es decir, si cobran “regalías extendidas”. Para ser más gráfica, es como si cobraran por la venta de un ternerito y por cada cría que éste tenga luego.

Por lo tanto, la industria semillera viene cuestionando duramente la libre utilización por parte de los agricultores de las semillas reservadas de su cosecha para la nueva siembra. Para este sector, esta práctica viola sus derechos de propiedad intelectual sobre la variedad sembrada. Mucho más críticas aun recibió el intercambio de semillas entre productores identificado por las empresas como la causante de un incontrolable mercado ilegal, compuesto por aquellas semillas que son comercializadas por fuera de los círculos considerados legales en tanto carecen de rótulos que garantizan su origen, calidad y variedad.

¿Pero qué dice el articulado que intentarán se convierta en ley? No es un proyecto de modificación integral de la ley. Se trata de “parches” sobre algunos artículos, dando cuenta de las distintas negociaciones a partir de la cuales intentaron contentar, sin demasiado éxito, a distintos sectores.

En primer lugar, la normativa refuerza el poder de policía del Instituto Nacional de Semillas (INASE). De esta manera, ante cualquier pedido de las empresas que consideren que están siendo vulnerados sus derechos de propiedad intelectual, el INASE tendrá “acceso a cualquier cultivo o producto de la cosecha en cualquier lugar en que se encuentre”. Además dicho instituto “podrá disponer la toma de muestras en cualquier etapa de la cadena de producción para determinar analíticamente la variedad utilizada y cualquier otro parámetro que resulta de interés a los fines de esta ley”.

Esto podría habilitar el reclamo de Derechos de Propiedad Intelectual a un productor cuyo campo fue contaminado con transgénicos por el polen de otro productor. A nivel mundial los casos de denuncias, persecuciones y hasta juicios contra agricultores, son incontables; pero hay uno que merece particular atención debido a la violencia con la que fue ejecutado y a lo ejemplificador de sus efectos. Nos estamos refiriendo al caso Percy Schmeiser frente a Monsanto, uno de los casos judiciales más importantes en toda la historia de los conflictos globales en torno a la biotecnología y particularmente, a los transgénicos. Se trata de un agricultor canadiense que fue demandado por la multinacional Monsanto en 1998 por sembrar supuestamente semillas de colza transgénica bajo la patente de la multinacional sin autorización; cuando en realidad su planta había sido contaminada por colza transgénica sembrada en parcelas contiguas a la suya. Las decisiones del juez fueron más que elocuentes: no importa el mecanismo, de qué manera llegó ese gen al campo del agricultor, a sus depósitos de semillas; no importa tampoco si esas semillas llegaron a esos campos contra la voluntad de agricultor. La conclusión es que los genes patentados pertenecen al dueño de la propiedad intelectual, independientemente de donde se encuentren o cómo llegaron allí.

En segundo lugar, definitivamente acota la figura del “uso propio”. El proyecto explicita que el titular del derecho de una variedad protegida podrá requerir el pago correspondiente a quien reserve y utilice semilla para su uso propio en cada posterior propagación o multiplicación. Salvo para el caso de los considerados “agricultores exceptuados”: productores de agricultura familiar inscriptos en la RENAF (Registro Nacional de la Agricultura Familiar), pueblos originarios y quienes se encuentren en los parámetros de facturación que la normativa fija para la categoría de micropyme.

De esta manera, el “uso propio” deja de ser libre y gratuito, concepción entendida como un “derecho de los agricultores”, y pasa a ser una mera “excepción” de un derecho que tienen otros: los obtentores. Esto no se trata solamente de un debate económico, es decir, si se gana más o menos plata con el uso propio oneroso o no; por el contrario, tiene que ver con un cambio radical en la forma en la que se concibe esta práctica histórica de los agricultores.

Finalmente, otro de los temas en debate durante todos estos años fue el orden público, el cual determina si pueden haber o no disposiciones que estén por fuera de la ley. La ley actual no es de orden público y por eso fueron posibles los contratos bilaterales que le permiten a Monsanto cobrar regalías extendidas por la soja Intacta.  En el proyecto aprobado solo se logró que algunos artículos sean de orden público. No es el caso del artículo 27, artículo que sigue haciendo referencia al “uso propio”. Por lo tanto, esto habilita la posibilidad de la existencia de disposiciones que contradigan las excepciones.

¿Qué está en juego?

Lo que está en juego es absolutamente vital. Con más de la mitad de su tierra cultivable sembrada con semillas transgénicas, Argentina resulta un lugar estratégico para analizar los conflictos en torno a la apropiación de las semillas. Se trata de un debate que va mucho más allá de una discusión legal o una disyuntiva técnico productiva. En efecto, tiene que ver con discutir el modelo agrario y, por lo tanto, el proyecto de país.

Los derechos para cultivar, guardar, reproducir y usar semillas son un campo de batalla clave para determinar quién controla la alimentación y la agricultura. Las semillas son el primer eslabón de la cadena alimentaria y, por lo tanto, todo lo que pase con ellas repercute directamente sobre los alimentos que consumimos, sobre sus precios y su calidad, pero también sobre la soberanía de esos alimentos, y sobre quién decide qué se produce y qué se consume en el país.

Todo avance de la lógica de apropiación y eliminación de los derechos de los agricultores a la resiembra de su cosecha, aún con excepciones de los pequeños y medianos productores, es un retroceso en derechos adquiridos y pone en riesgo la base fundamental de nuestra Soberanía Alimentaria. Por lo tanto, sería urgente y necesario avanzar en políticas de transición hacia otro modelo agroalimentario basado, por un lado, en la agroecología, que ponga el eje en la producción de alimentos sanos y culturalmente apropiados. Por otro lado, en el cuidado de la biodiversidad y el resto de los recursos naturales, que son, antes que nada, bienes comunes de toda la humanidad.

[1] Las cuatro mega empresas son: 1) la resultante de la fusión entre Bayer y Monsanto; 2) Corteva Agriscience (una nueva empresa derivada, resultado de la fusión entre Dow y DuPont); 3) la empresa resultado de la unión entre Syngenta (con sede en suiza) y Chem China (compañía química china); y 4) la alemana BASF.

Fuente-Universidad Nacional de José C. Paz, Revista Bordes


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