La política internacional de América Latina: más atomización que convergencia

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Por Alejandro Frenkel y Nicolás Comini / Revista Nueva Sociedad

La política internacional latinoamericana se enfrenta a un difícil panorama. El declive de Estados Unidos, el ascenso de China o la crisis de la globalización neoliberal son ideas que alimentan la imagen de un mundo en transición. En este marco, los países de la región parecen inclinarse por estrategias individualistas que, bajo una lógica del «sálvese quien pueda», no hacen más que erosionar las instancias colectivas de toma de decisiones. El resultado: un escenario de atomización que potencia la vulnerabilidad de los diferentes países y limita sus márgenes de acción frente a las grandes potencias.

América Latina se encuentra dividida y eso la debilita, la hace vulnerable y la expone. Pero no expone a todos por igual. Los principales afectados por la puesta en marcha de políticas desarticuladas y fragmentadas son los sectores más postergados de la región, que son puestos al servicio de los intereses de los actores privilegiados, situados dentro y fuera de las fronteras nacionales. El contexto internacional ofrece incentivos para que esta situación vaya de mal en peor. Aquí nos concentraremos en tres de ellos: los que provienen de la distribución de poder, que se expresan en una reivindicación de los discursos de bipolarización Oeste-Este; aquellos que se relacionan con la evolución y los efectos de la globalización; y, finalmente, los vinculados a la estrategia para lidiar con los dos incentivos anteriores, que devienen en la priorización de esquemas bilaterales o multilaterales, según sea el caso.

Las diferentes combinaciones que vienen realizando los gobiernos en torno de estos incentivos demuestran una evidente falta de voluntad política de romper con las dinámicas de egocentrismo, propias de cualquier enfoque cortoplacista. Esto es autodestructivo para cualquier país periférico, aunque altamente rentable para los centros. En ese marco, el vecino suele ser percibido como un competidor o, en el mejor de los casos, un aliado descartable. Este tipo de utilitarismo conlleva imágenes absurdas, aunque de moda en los tiempos que corren. Tal vez una de las más burdas e infantiles de esas imágenes es la que asume que si al vecino le va mal, a nosotros nos irá mejor. Desde esa perspectiva, es incluso mejor si ese «otro» está en manos de un gobierno de diferente tinte ideológico. Esto incluye desde asumir que el muro de Estados Unidos en México podría beneficiar a Brasil, hasta imaginar que la crisis en este último podría representar una oportunidad para ampliar el liderazgo de México o Argentina. Un absurdo que se agrava, además, con la idea de que siempre tiene que existir una suerte de mesías que guíe el destino de la región. Así, la actual coyuntura nos brinda un panorama en el cual el colectivo latinoamericano se va atomizando de una manera que resulta visiblemente conveniente a los grandes poderes. No obstante ello, las tensiones en torno de esta situación –vigentes tanto entre los Estados como en su interior– permiten identificar diferentes interpretaciones, algo de lo que nos ocuparemos a continuación.

Por quién doblan las campanas

En los tiempos que corren, se ha enfocado la atención política en la competencia por la definición de reglas en el orden internacional. Esta disputa parecería tener en un extremo del ring a eeuu y a algunos de sus aliados en la vapuleada Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) y, en el otro, a China y Rusia, secundados por otros como la India o Irán. Obviemos, por ahora, las diferencias existentes en el interior de cada uno de estos «bandos». Bastará con mencionar los principales núcleos que dan cuenta de esta divisoria de aguas.

Si la idea de un «mundo convulsionado» es recurrente y constituye una herramienta comúnmente utilizada para referirse a todo aquello que resulta difícil de explicar, lo mismo sucede con la aseveración de que existe un «mundo en transición». Esto conlleva una idea subyacente: la necesidad de buscar un orden en un sistema en permanente desorden. Y en ese sistema se ha venido instalando últimamente el diagnóstico de que el poder global se encuentra en una transición desde el Occidente europeo y norteamericano hacia el Oriente asiático, lo que genera, además, juegos de suma cero: uno se aísla sobre sí mismo y el otro expande sus áreas de influencia. Uno se vuelve revisionista del orden que creó y su contraparte, ahora, lo revindica como propio. El fin del «siglo norteamericano»1 o el inicio de una era de confrontación global2 serían las consecuencias más visibles.

Asumiendo que América Latina ha sido históricamente un receptor, más que un hacedor de reglas, cabe preguntarse cómo es que la región se perfila frente a este aparente ciclo de competencia oligopólica a escala mundial. Podría asumirse que, como suelen decir los constructivistas, las regiones se van construyendo socialmente, lo que las torna susceptibles de redefiniciones según los momentos históricos. También podría resumirse que los principales objetivos del regionalismo siempre han girado en torno de cuatro dimensiones principales: la consolidación democrática de los países; la garantía de la paz y la seguridad de las naciones; la promoción del desarrollo económico y el incremento del margen de acción internacional. En ese marco, la identificación de quiénes son los aliados extrarregionales cumple un papel estelar, especialmente cuando puede percibirse el resurgimiento de las disputas entre las grandes potencias en América Latina. En el contexto actual, el quid de la cuestión para los gobiernos de la región parecería ser si uno es aliado de eeuu o Europa occidental o si lo que se privilegia es la venta del país a China o Rusia, algo que suele estar particularmente presente en el discurso de los gobiernos neoconservadores.

Por otro lado, están quienes consideran que el actual contexto ofrece oportunidades para encarar proyectos autonómicos, tal como sucedió en la época del unilateralismo norteamericano con la construcción de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la génesis de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y la transformación de un Mercosur en clave posneoliberal. Cabe recordar aquí los dichos del expresidente ecuatoriano Rafael Correa, cuando manifestó que si bien un triunfo de Hillary Clinton sería beneficioso para «el mundo», la llegada de Donald Trump era la mejor opción para América Latina, en tanto potenciaría el sentimiento antiimperialista que dio lugar a la ola de gobiernos de izquierda3. Pero en este caso tampoco se saldría de la lógica de las grandes potencias en tanto variable independiente: la suerte de la integración regional o el signo ideológico de los gobiernos latinoamericanos seguirían siendo dependientes de lo que hagan o dejen de hacer quienes compiten por el poder global.

Dicho esto, vale aclarar que en esta rigidez hay quienes parecen encontrar ciertos intersticios y apelan a un pragmatismo que trasciende –o, mejor dicho, opera– sobre esta competencia. Chile y Perú, por caso, cuentan con tratados de libre comercio y mantienen una profunda relación militar con eeuu, y en su momento no dudaron en sumarse al proyecto estadounidense del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (tpp, por sus siglas en inglés). Sin embargo, eso no les ha impedido firmar su propio tratado de libre comercio (tlc) con China, considerar –luego de que eeuuse retirara del tpp– la posibilidad de sumarse al proyecto similar chino, la Asociación Económica Integral Regional (rcep, por sus siglas en inglés), o ser miembros del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura –una de las espadas del gigante asiático para construir una arquitectura financiera internacional alternativa a la de Bretton Woods–. Ni siquiera les impidió, tiempo antes, asumir un rol activo en la construcción de la Unasur o la Celac.

Para países como Argentina, Brasil y México, el pragmatismo poligámico se está volviendo una opción cada vez más necesaria, a pesar de que los gobiernos de Mauricio Macri, Michel Temer y Enrique Peña Nieto pretendan sostener una relación privilegiada con Washington. Así, Brasil reivindica su pertenencia a los brics, al mismo tiempo que busca ingresar como miembro pleno a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde). Reactiva acuerdos comerciales y de defensa con eeuu, pero también le abre la puerta a China para que empresas de ese país participen en el recientemente anunciado programa de privatizaciones4. Algo parecido sucede en Argentina: el gobierno de Macri recompuso las relaciones con eeuu, pretende sumarse a la ocde y, tras un fallido intento inicial de «revisar» las relaciones con China, terminó incrementando sus vínculos comerciales con el gigante asiático. México es otro emblema de las miradas amigables hacia Oriente. Mientras que el proteccionismo norteamericano pone en riesgo 80% de sus exportaciones, el dragón asiático gana lugar en el mercado automotor azteca y se presta a invertir en la explotación hidrocarburífera, luego de que el presidente Peña Nieto pusiera fin al monopolio de la estatal Pemex sobre los recursos petroleros5. A ello se agrega la reciente invitación, a instancias de China, para que México participe en la próxima cumbre de los brics.

El problema es que, aun cuando el pragmatismo permite «surfear» el binarismo de la competencia Este-Oeste, las estrategias de los países latinoamericanos siguen siendo esencialmente individualistas. En este sentido, por más que proliferen las proclamas y las sobreactuaciones retóricas respecto del combate del proteccionismo o la apertura al mundo sin «condicionamientos ideológicos», la idea de tener una relación privilegiada con las potencias extrarregionales sigue monopolizando la política internacional de América Latina. Si no, ¿cómo interpretar que el presidente argentino exprese cierto optimismo respecto de que habría una suerte de «proteccionismo selectivo» por parte de Trump, en función de la cercanía de cada país con Washington6? ¿O que el presidente Temer manifieste que la ampliación del muro fronterizo con México puede mejorar las relaciones entre Brasil y eeuu?7

De igual forma, un breve repaso por las agendas de cooperación con China de Argentina, Brasil, Perú o México revela un núcleo de coincidencias básicas: los países latinoamericanos se focalizan en lograr una mejor colocación de sus productos primarios, mientras que China ofrece proyectos de inversión, infraestructura, bienes industriales y (cada vez más) servicios. Sin embargo, no existen ni atisbos por parte de los gobiernos de la región de negociar esas agendas de manera mancomunada.

El dilema de la globalización

Hoy, como en los años 90, el concepto «globalización» vuelve a estar de moda y asumir el centro de las discusiones y se convierte en uno de los ejes claves que marcan la llamada transición del sistema internacional con la cual deben lidiar los países latinoamericanos. Lo incipiente de la cuestión ha despertado diferentes interpretaciones y puntos de vista. Fundamentalmente, porque no termina de quedar en claro si la globalización se encuentra en crisis o si está simplemente atravesando una nueva etapa.

Por un lado, existe una interpretación poco popular en los tiempos que corren pero que no deja de estar presente en ciertos sectores gubernamentales, académicos y empresariales. Se trata de aquella que pregona que el orden liberal global vigente debe ser profundizado. Que la liberalización de las economías y las finanzas, así como la difusión de la tecnología y las inversiones, todavía existen y constituyen medios –o fines– deseables. No es posible dar marcha atrás a los progresos técnicos, la movilidad de los factores o la revolución de las comunicaciones. No se podrá revertir el rol de las grandes compañías privadas transnacionales ni el de otros actores no gubernamentales en la puja por la definición de reglas del juego globales. De hecho, podría esperarse que tales empresas habrán de tener cada vez mayor poder. El cambio y el progreso –asumido desde una concepción positivista– constituyen dimensiones naturales.

A la anterior visión se antepone un núcleo que Jacob Stringer define como «antiglobalista»8. Es decir, un grupo que contiene los tradicionales movimientos izquierdistas «antiglobalización» –cuyas críticas se enfocan en el libre mercado– y los sectores nacionalistas de derecha, que apuntan sus cañones al multiculturalismo y a la porosidad de las fronteras. Desde esta perspectiva, la globalización representa un sistema hecho a la medida de las grandes corporaciones, sin importar las particularidades locales. En contrapartida, lo que se demanda es una industrialización basada en determinados valores tradicionales, que suelen arraigarse en estrategias de protección materiales y simbólicas. En ese sentido apuntaba Trump cuando planteaba «Fui elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París».

Más allá de estos dos polos antagónicos subsisten, también, otras visiones. Por caso, hay quienes argumentan que el orden global liberal no se encuentra en crisis, sino que lo que se está produciendo es un cambio en sus promotores y en sus instituciones. Iniciativas como el One Belt, One Road (obor) –considerada la «nueva Ruta de la Seda»9– o el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura apuntan, en realidad, hacia un «nuevo modelo de globalización» alla China10 que, al menos hasta ahora, no se corre de los preceptos de la «vieja» globalización. De igual forma, están quienes sostienen que el mundo se encuentra transitando, en realidad, un proceso de «desglobalización»11.

El recorrido de América Latina ha sido, en este punto, diacrónico. Desde la década anterior, la globalización neoliberal y sus efectos constituyeron uno de los blancos más notables de la artillería retórica de los gobiernos de centroizquierda. Según decía el entonces presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva: «La globalización no es un sinónimo ni un sustituto del desarrollo»12. Frente a este diagnóstico, la clave regional pasaba por edificar mecanismos que permitieran contrarrestar los efectos nocivos del proceso. Hoy, paradójicamente, existe un contraescenario. La mayoría de los gobiernos latinoamericanos reivindica las bondades de la globalización neoliberal y condena las pulsiones contra el libre comercio que emanan desde el Norte desarrollado. En su primer discurso ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (onu), Temer hizo una crítica efusiva del proteccionismo comercial13. Algo similar hizo el mandatario peruano, Pedro Pablo Kuczynski, cuando manifestó que «el proteccionismo tiene que ser derrotado»14. Macri y Peña Nieto no se quedaron atrás. Mientras que el presidente argentino expresó que «la globalización es una realidad que trae inmensas oportunidades que debemos aprovechar»15, el jefe de Estado azteca reivindicó a México como una nación abierta al libre comercio16.

Pero así como en la década pasada la posición crítica de la globalización no fue unánime en la región –Perú, Chile, Colombia o México, por citar algunos casos, nunca enarbolaron esas banderas–, la situación actual tampoco es homogénea. Todavía existen los escépticos del sueño de «un mundo abierto, desregulado e integrado desde los mercados», algo visible en los gobiernos del alicaído eje bolivariano o en actores sociales y políticos que, aun cuando ya no estén en los gobiernos, siguen jugando un rol importante en las dinámicas políticas de sus países.

El panorama se torna incluso más complejo si tenemos en cuenta que los «pro» y «anti» globalización no se dividen solo por izquierdas y derechas. Muchos sectores económicos y políticos, tradicionalmente ligados a eeuu, siguen asegurando que Washington debe continuar siendo el socio privilegiado de la región y que una crítica abierta a sus políticas atenta contra los intereses a mediano plazo. Desde esta visión estadocéntrica, China y los países asiáticos podrán ofrecer apetecibles nichos comerciales e inversiones directas, pero eeuu sigue siendo la llave de oro que garantiza el mejor acceso al mercado financiero internacional. El «America First» en clave latinoamericana significa que, sin contar primero con el sello de calidad que provee Washington, no hay comercio ni inversión que se sustente en el tiempo.

Frente al debate sobre la globalización, los países latinoamericanos deben, entonces, lidiar con una triple atomización. En primer lugar, la que producen las divisiones ideológicas entre gobiernos de izquierda y gobiernos de derecha, a veces difícil de distinguir en la región. En segundo término, las divisiones domésticas entre «patriotas» y «globalistas» (aunque varios de estos últimos sostienen que no es una buena idea desafiar a eeuu, el país más poderoso de la tierra, aun cuando se vuelva proteccionista). Por último, la tercera atomización está signada por la ausencia de políticas comunes y articuladas que transformen las voluntades nacionales en políticas regionales. Los gobiernos pueden compartir orientaciones ideológicas y una visión positiva sobre la apertura de las economías. Pero los organismos de integración regional –como el Mercosur o la Unasur– siguen representando terrenos para dirimir proyectos nacionales, más que herramientas para articular posiciones comunes.

En las instancias de gobernanza global tampoco sucede algo distinto. El desempeño de Argentina, Brasil y México en la última reunión del g-20 es, en ese sentido, más que elocuente. Como explica Jorge Argüello: «Si bien existe en las tres capitales un discurso público crecientemente convergente sobre la necesidad de alcanzar una agenda básica común de prioridades, lo cierto es que, viendo al rengo andar, la presencia de nuestros países en la cumbre pareció reflejar más las necesidades particulares de cada uno según las circunstancias domésticas de cada país»17.

Atomización funcional

Los dos procesos detallados convergen en un tercer factor que también incentiva la fragmentación regional: la vinculación con los demás. Para un importante sector de la bibliografía, el bilateralismo constituye la principal alternativa válida para desempeñarse en un intrincado contexto internacional. Mejor es librarse de grandes estructuras generadoras de ataduras y dejar este tipo de cuestiones a las negociaciones bilaterales.

La inefectividad de la onu para limitar el accionar de las grandes potencias en la arena internacional o para alcanzar los objetivos esenciales de su carta fundacional ilustra una parte importante de sus explicaciones. En ese sentido, en lugar de proponer el fortalecimiento de la institución y su adaptación a las realidades actuales y futuras, se opta por su desacreditación absoluta. Una desacreditación que se extiende a otras instancias multilaterales, que abarcan desde el tpp o la omc hasta el g-20, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) o el Acuerdo de París sobre cambio climático.

Desde el otro extremo, en cambio, la opción bilateral requiere, necesariamente, de una contención multilateral. A los pequeños actores, la bilateralidad los sitúa frente a una desventajosa condición asimétrica, ya que su poder de negociación es visiblemente menor que el de los grandes. Desde la mirada de las potencias, el multilateralismo las ayuda a fijar las reglas de intercambio a escala global. Tal vez por eso China hoy defiende el multilateralismo y acciona como motor del orden económico establecido. Desde una visión más horizontal, el multilateralismo es concebido por «grandes» y «chicos» como una manera de hacer frente a los desafíos mundiales que requieren de respuestas globales y regionales.

Más allá de la polvareda que levantan las controvertidas decisiones de Trump en contra de los esquemas multilaterales, el camino de la bilateralidad no es una novedad para América Latina. Por caso, Chile y México optaron por esa alternativa de inserción internacional en la década de 1990: el primero, cuando rechazó sumarse al Mercosur; el segundo, al plegarse a eeuu en la formación del tlcan. Pero si bien esto no es una novedad en la región, en los últimos tiempos la tendencia se ha incrementado.

El rumbo adoptado por el regionalismo latinoamericano es un claro indicador de cómo se priorizan las opciones de inserción, teóricamente, más ágiles y eficientes. Si en la década anterior la integración fue concebida desde un prisma autonómico y multidimensional –aunque no por ello rígido ni institucionalizado–, con la llegada de los nuevos gobiernos de centroderecha se daría un reposicionamiento del regionalismo abierto y los procesos de integración pasan a ser concebidos desde una perspectiva fundamentalmente comercialista. Atraer capitales y potenciar la exportación de commodities son las principales razones de ser. Uno de los puntos centrales de este regionalismo abierto revisitado se encuentra en las proclamas de «flexibilizar» aún más los organismos de integración. Esto es: deshacer toda rigidez institucional, normativa y política que pudiera impedir o, cuanto menos, condicionar una inserción competitiva en los mercados globales, aun cuando ello implicara suprimir o desconocer las normas y los mecanismos que promueven la negociación en bloque.

Esta apelación a la radicalización de la flexibilidad potencia el cortoplacismo de las «alianzas ad hoc» que, arraigado en un paradigma de eficiencia comercial, reintroduce la idea de una inserción internacional en la que el «otro» es percibido únicamente como un «socio» para hacer negocios18. Estos matrimonios por conveniencia se caracterizan, por supuesto, por una alta dosis de inestabilidad: en tanto lo único que une es conseguir mercados, una vez logrado ese objetivo los lazos dejan de tener sentido.

Conclusiones: entre el optimismo y el pesimismo

Todo lo hasta aquí expuesto suele desembocar en diferentes estados anímicos. Para los más optimistas, el orden internacional vigente podrá ser adaptado e incluso mejorado para que actúe como fuerza de paz entre los grandes poderes y transfiera sus beneficios a los Estados de menor tamaño. Esto se arraiga en una serie de premisas, entre las cuales se destaca que la globalización ha contribuido a reducir la pobreza en diferentes partes de los países del Sur global. Hace poco tiempo, The Economist mostraba cómo en los últimos 40 años en esta región del mundo se había reducido la pobreza, sobre todo en zonas urbanas. Desde la visión más optimista, el orden global liberal seguirá existiendo y continuará transformando –positivamente– la vida de miles de millones de personas. Los cambios en las dinámicas comerciales no habrán de impactar en el ámbito financiero o tecnológico, ni en las redes de comunicación o en el transporte.

Claro que no todos comparten esto. Por un lado, están quienes argumentan que, en realidad, las negociaciones globales económicas han prácticamente desaparecido y no han mostrado ningún resultado significativo desde la Ronda de Uruguay culminada en 1994. Diferentes fuentes demuestran que la pobreza ha venido aumentando en muchos de los países en vías de desarrollo, así como lo han venido haciendo el desempleo, la inequidad, la brecha entre los sectores urbanos y rurales y la inseguridad. Un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo (bid–intal) afirma que el comercio global de bienes viene experimentando una fase de contracción de más de tres años19. Por otro lado, los más pesimistas insisten en el hecho de que las corporaciones transnacionales se van moviendo en busca de mercados que los provean de mano de obra y recursos de bajo costo, así como de legislaciones climáticas laxas, más allá de los efectos que eso pueda causar en los ciudadanos de a pie. Todo esto no solo incrementa las demandas de mayor proteccionismo, sino que también alimenta la idea de un mundo cada vez más agresivo, desigual y, por lo tanto, conflictivo.

En América Latina, las tensiones en torno de estas dinámicas son evidentes y, con este panorama, puede deducirse rápidamente que, según donde uno se posicione, el panorama de la región podría ser prometedor o sombrío. Entre los optimistas existe una creencia compartida respecto de que la inteligencia artificial, los big data, el comercio electrónico, la nanotecnología o la robotización habrán de impactar positivamente en las estructuras productivas y comerciales y generarán innovación y creatividad. Todo esto habrá de influir en múltiples áreas, desde la energética hasta la de infraestructura física, desde el transporte hasta la educación. Asumiendo un alto nivel de optimismo, podría imaginarse que el derrame sobre la sociedad se hará efectivo e impactará sobre la disminución de los niveles de inequidad. La convergencia de la Alianza del Pacífico podría aportar a ese objetivo, algo que se ha venido haciendo con los acuerdos de acumulación de origen, de cooperación aduanera y de movimiento de personas, entre otras cosas.

Las lecturas pesimistas podrían augurar que el paquete «fragilidad política-turbulencias domésticas-proteccionismo global» habrá de impactar negativamente en las economías de los países vecinos y generará, asimismo, una disminución del comercio intrazona. Esto se evidencia, por ejemplo, en el Mercosur, que ha venido mostrando una contracción de la actividad económica desde 2015, al igual que una reducción de la inversión extranjera directa y la puesta en marcha de una enorme cantidad de medidas restrictivas al comercio20. Por otro lado, es esperable que la internalización de los avances tecnológicos a escala global sea desigual e impacte negativamente en la región, sobre todo en términos de empleo. Los más negativos suelen también basarse en el fracaso para concretar transformaciones estructurales, sobre todo en materia de integración física y económica. Desde esta perspectiva, poco se ha hecho y pocas esperanzas hay de que algo cambie –para mejor– en el futuro.

La política internacional latinoamericana se encuentra, así, en una nueva etapa de atomización. Las acciones y percepciones encontradas en torno de la distribución del poder, la globalización y la estrategia de inserción internacional demuestran que esto no habrá de revertirse a corto plazo, algo que resulta directamente funcional a los intereses de las grandes potencias y de los sectores privilegiados de los países de la región. La concepción del otro como socio transitorio o incluso como competidor no hará más que profundizar esa tendencia. Lo que no parecería estar teniéndose en cuenta durante estos tiempos es el hecho de que el destino de nuestras naciones se encuentra profundamente atado y que los males del vecino no implican una oportunidad para sacar ventaja, ya sea en la región o fuera de ella. Representan, en cambio, un problema más en un escenario de por sí hostil e incierto. Hasta un informe recientemente publicado por el Banco Mundial planteó que el despegue de América Latina requiere de integración y transferencia de recursos y conocimiento21. Así y todo, existen fuerzas que continúan presionando para volver a foja cero, barajar y dar de nuevo.

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