El día después de mañana: ¿Qué pasará en los EE. UU. luego de las elecciones?
Por Matías Caciabue*
El 5 de noviembre, los estadounidenses acudirán a las urnas en unas elecciones presidenciales que marcarán el futuro inmediato del país y, probablemente, del mundo. El día después, el 6 de noviembre, la incertidumbre será protagonista. Independientemente del resultado, los Estados Unidos se enfrentarán a un escenario político volátil y a un profundo malestar social, alimentado por las divisiones internas y el crecimiento de organizaciones neofascistas, que han escalado en violencia y en rechazo hacia las instituciones.
Las elecciones de 2024 no son solo una contienda entre dos figuras políticas. Son la expresión de un país polarizado entre dos proyectos estratégicos: el globalismo, que Kamala Harris representa con su defensa del multilateralismo y las alianzas internacionales, y el neoconservadurismo, encarnado en la figura de Donald Trump, quien ha prometido reforzar una política exterior más unilateral y agresiva. Sin embargo, es importante recordar que ambos candidatos responden a los intereses de las facciones de la clase dominante estadounidense, y lo que se debate en estas elecciones es la forma en que ese poder se va a distribuir en los próximos años.
El conflicto entre proyectos: globalismo vs. neoconservadurismo
Globalistas y Neoconservadores son expresiones de dos facciones de la clase dominante que, aunque divergentes en sus estrategias, responden a un núcleo básico de intereses de la emergente aristocracia financiera y tecnológica que conduce el actual momento del capitalismo mundial.
El choque entre estos dos proyectos revela una contradicción central: el principal enemigo es China, no como Estado, sino como redes tecnológicas, financieras, institucionales y militares, tendencialmente autónomas del poder del gran capital angloamericano, que por supuesto opera en los territorios del gigante asiático, particularmente desde las cities financieras de Hong Kong, Shanghai y Shenzhen. Sin embargo, ambos proyectos difieren en la estrategia a abordar para librar ese enfrentamiento. En la coyuntura actual, estas visiones diferentes se materializan en las profundas divergencias que hay en torno a Rusia y la guerra por el control del Donbass.
El globalismo, impulsado por la financiarización de la economía y la expansión de la tecnología digital, defiende un modelo de integración económica mundial con un fuerte componente de control supranacional. Este proyecto apuesta por una mayor liberalización del comercio y la flexibilización del trabajo, mientras promueve una agenda de “diversidad e inclusión” que, aunque importante, muchas veces sirve para disimular la profundización de las desigualdades económicas. O, mejor dicho, estas agendas son promovidas hasta el punto límite cuando los sujetos sociales la interseccionalizan con las agendas políticas de toda la clase trabajadora.
En contraste, el neoconservadurismo busca restaurar la preeminencia de un unilateralismo económico, tanto financiero como tecnológico. Donald Trump se presenta como el defensor de este modelo, apelando a un discurso de “América Primero”, que pone en el centro el retorno de las inversiones productivas de punta al territorio estadounidense y noratlántico. Este proyecto también representa los intereses del gran capital, pero su retórica se enfoca en una evocación de los valores tradicionales, el rechazo a la inmigración y una postura más violenta en lo internacional, que desdeña el “softpower” angloamericano.
El Partido Demócrata y el Partido Republicano movilizan a sus bases en torno a estas matrices ideológicas que, en última instancia, sirven al mismo poder de las élites económicas, perpetuando un sistema democrático restrictivo que refleja los intereses contradictorios de una reducida aristocracia financiera y tecnológica. En este sentido, la elección de mañana 5 de noviembre definirá el rumbo inmediato de las políticas internas y exteriores de Estados Unidos, pero difícilmente cambiará las estructuras de poder que rigen al país.
El fenómeno neofascista en los Estados Unidos
Uno de los fenómenos más alarmantes en los últimos años ha sido el surgimiento de movimientos neofascistas, estrechamente vinculado al surgimiento y fortalecimiento de milicias y grupos extremistas. Las organizaciones ultraderechistas como los Proud Boys, Oath Keepers y Three Percenters han cobrado fuerza desde las elecciones de 2020 y han mantenido un alto perfil en las movilizaciones callejeras, siendo frecuentes las manifestaciones armadas y las amenazas a opositores políticos. Datos del Southern Poverty Law Center (SPLC) revelan que en 2024 operan en Estados Unidos más de 1,400 grupos de odio, de los cuales 92 son milicias armadas y 488 son grupos antigubernamentales que han expandido su base de apoyo.
Si de violencia social y política se trata, no debe descartarse el papel jugado por la Asociación Nacional del Rifle (NRA), con sus 5 millones de socios, que es la principal protagonista de la franca desregulación en la tenencia de armas en los EEUU. Con una matriz ideológica ultralibertaria, racista y clasista, la NRA se encuentra brindando un apoyo electoral abierto y decidido a Donald Trump.
Un caso relevante es el de QAnon, nacido en 2017, representa una de las expresiones más visibles de esta deriva autoritaria. Sus seguidores creen en la existencia de una élite global compuesta por pedófilos adoradores de Satán, contra la cual Donald Trump sería el único salvador. Con teorías como el «Pizzagate», que vinculó a una pizzería en Washington con una supuesta red de pedofilia liderada por demócratas, QAnon se convirtió en un caldo de cultivo de teorías conspirativas que amplifican la desconfianza en las instituciones. El Capitolio, el 6 de enero de 2021, fue testigo de la radicalización de estos seguidores, con la invasión de activistas que buscaban revertir los resultados electorales.
A pesar de su extremismo, estas agrupaciones han encontrado una plataforma política en figuras republicanas como Marjorie Taylor Greene y Lauren Boebert, que llegaron al Congreso con el respaldo de sectores radicalizados del electorado.
El resurgimiento del neofascismo no se limita a Estados Unidos, sino que se ha expandido a Europa y otras regiones del mundo, aprovechando la crisis económica y sanitaria provocada por la Pandemia de Covid-19 para reclutar seguidores. Esta situación ha dado lugar a la formación del heterogéneo Movimiento Mundial de la Alt-Right, o derecha alternativa, con figuras destacadas como Steve Bannon, Santiago Abascal, Jair Bolsonaro y Javier Milei. Su basamento ideológico se encuentra en las ideas de la llamada “ilustración oscura” de pensadores como Curtis Yarvin y Nick Land, así como en el pensamiento neorreaccionario (NRX), promovido por influyentes figuras de la aristocracia financiera y tecnológica, como Peter Thiel o el propio Elon Musk.
La geopolítica del voto: el Cinturón del Óxido como campo de batalla electoral
La disputa electoral en los Estados Unidos tiene su epicentro en una región clave: el Cinturón del Óxido. Esta franja de estados, que incluye a las ciudades industriales de Philadelphia, Chicago, Búfalo, Pittsburgh, Indianápolis, Cleveland, Detroit, entre otras, fue históricamente el corazón industrial del país, pero la desindustrialización y la crisis del empleo de las últimas décadas la han convertido en un minado campo de batalla electoral. Tanto el Partido Demócrata como el Republicano reconocen la importancia estratégica de estos estados para ganar la elección, especialmente Pensilvania, donde la clase trabajadora empobrecida busca respuestas a décadas de políticas que han erosionado su calidad de vida.
El Cinturón del Óxido ha sido testigo de la deslocalización de miles de fábricas hacia Asia, una “fábrica fugitiva” que dejó a su paso altos índices de desempleo y pobreza. Mientras el Partido Demócrata históricamente se apoyaba en los sindicatos industriales de la región, hoy su base electoral ha sido erosionada por el desencanto con promesas incumplidas. Donald Trump, en 2016, capitalizó este sentimiento de abandono con su retórica MAGA (“Make America Great Again»), atrayendo a una parte significativa de la clase trabajadora blanca de esta región, un grupo que históricamente estuvo vinculado al movimiento sindical demócrata, algo que volvió a traccionar ese voto en 2020, ante el mal manejo trumpista de la Pandemia.
En esta elección, Kamala Harris ha intentado sostener ese electorado apelando a un discurso de “economía de oportunidades”, que busca reactivar el tejido industrial local a través del apoyo a las pequeñas y medianas empresas, al tiempo que incorpora, por primera vez en años, una retórica de los derechos laborales. La batalla por Pensilvania, uno de los 10 estados que conforman el “cinturón del óxido”, se perfila como decisiva para ambos candidatos. El estado representa una paradoja: a pesar de su importancia electoral, sus problemas estructurales siguen sin resolverse, y las promesas de ambos partidos difícilmente alcanzarán para transformar la realidad de una región que sigue sufriendo las consecuencias del capitalismo transnacional.
El día después: incertidumbre y desconfianza
A partir del miércoles 6 de noviembre, independientemente del resultado electoral, Estados Unidos se adentrará en un clima de gran incertidumbre y de posible violencia política. Esta situación se debe a que, en ninguno de los escenarios planteados, Kamala Harris o Donald Trump logran una victoria clara, tanto en el voto popular como en la distribución geográfica del voto, que es clave para definir la composición del Colegio Electoral, compuesto por 538 electores. La falta de una definición contundente anticipa un panorama conflictivo.
La polarización, alimentada por la “dictadura del algoritmo” y exacerbada por las teorías conspirativas y la creciente desconfianza en unas instituciones restrictivas a la participación popular, ha erosionado la capacidad del sistema político para gestionar los conflictos de manera democrática.
Los seguidores de Donald Trump, muchos de los cuales ya han manifestado su rechazo anticipado a los resultados en caso de perder, representan una amenaza latente de violencia postelectoral, de claro contenido neofascista.
La desconfianza hacia el vetusto y restrictivo sistema electoral, alimentada por Trump y justificado por los demócratas desde hace años, podría derivar en nuevos intentos de impugnación, manifestaciones masivas y actos de violencia. Mientras tanto, la fragmentación interna de los Estados Unidos se profundiza.
El fenómeno QAnon, los Proud Boys y otras agrupaciones neofascistas ya han demostrado su capacidad de movilización violenta, y la posibilidad de una escalada de estos enfrentamientos no puede descartarse.
La elección de 2024 representa, sin lugar a dudas, un momento decisivo. El desafío que enfrentará el próximo gobierno no se limitará a gestionar las secuelas de una campaña electoral polarizante, sino que también incluirá el intento de restaurar la confianza en las instituciones, un objetivo que no parece estar en la agenda prioritaria de ninguno de los dos partidos. En este contexto, la élite estadounidense, dividida en dos facciones, se enfrenta a su propio dilema: la incapacidad de ofrecer soluciones efectivas a las crisis estructurales que atraviesa el país pone en peligro la estabilidad del andamiaje central del sistema institucional que ha sustentado su hegemonía global.
Las tensiones latentes en la sociedad estadounidense no se desvanecerán con la proclamación de un ganador. El día siguiente a la elección marcará el comienzo de una nueva etapa de incertidumbre para una nación que no sólo lidia con sus divisiones internas, sino que también se enfrenta a un mundo que asiste a una nueva fase, a un nuevo momento económico, político y cultural.
*Caciabue es Licenciado en Ciencia Política y Docente Universitario de la Universidad Nacional de Hurlingham. Analista del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE) y de Noticias de América Latina y el Caribe (NODAL). Es Ex-Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional (UNDEF) en Argentina.