25N: la lucha es la que libera mariposas
Por Paula Giménez*
En América Latina y el Caribe, los femicidios y transfemicidios desangran nuestras calles, los crímenes de odio intentan silenciarnos, una justicia amañada persigue a nuestras referentas. A ello se suman los discursos de odio que proliferan en las redes sociales, la violencia sexual que irrumpe en el espacio familiar y laboral, y las desigualdades en el acceso a derechos básicos como el trabajo, la salud, la educación y la vivienda. Todo esto configura una realidad devastadora: la feminización de la pobreza, un fenómeno que encuentra su contrapunto en la criminalización sistemática de las luchas feministas. Ante esta arremetida del fascismo neorreaccionario, ¿Cómo construir un feminismo capaz de oponerle un programa popular y emancipatorio? Aquí comienza un recorrido por las múltiples caras de esta violencia sistémica y las respuestas colectivas que desafían al patriarcado y sus aliados.
Las violencias ejercidas sobre nuestros cuerpos adoptan múltiples formas que trascienden lo físico para abarcar dimensiones psicológicas, simbólicas, económicas y también digitales. La violencia física sigue siendo la más visible, una violencia que pone en riesgo nuestras vidas y nuestra integridad. La violencia psicológica, a menudo silenciosa, busca manipularnos y despojarnos de autonomía, la simbólica refuerza estereotipos de género que nos desvalorizan. La violencia económica nos arrebata recursos, subordinándonos a la dependencia, y la violencia digital utiliza plataformas tecnológicas para acosarnos, amenazarnos y exponernos. Todas estas formas de violencia tienen en común el objetivo de controlar y disciplinar nuestros cuerpos, perpetuando un sistema patriarcal que nos despoja del derecho a decidir sobre ellos.
En el extremo de la violencia física, según datos del Mapa Latinoamericano de Femicidios, el patriarcado nos arrebata una vida cada dos horas. Si tomamos los datos de la CEPAL en 2023, al menos 3.897 mujeres fueron víctimas de femicidio o feminicidio en 27 países y territorios de América Latina y el Caribe y en particular en Brasil (durante el año 2023) se informaron 4 feminicidios por día. En Bolivia, se reportaron 78 femicidios desde el 1 de enero al 20 de noviembre del 2024. Como manifestamos en las calles, las cifras no son sólo eso sino que detrás de cada número hay vidas arrebatadas, espacios familiares destruidos y sociedades que claman basta de justicia patriarcal. En el caso de Argentina, donde el retroceso en materia de género y diversidad como resultado del año de gobierno reaccionario de Javier Milei va desde la desaparición del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad creado en 2019 y el consecuente desmantelamiento de todos los programas dirigidos a la asistencia de las víctimas, hasta el aumento exponencial en los índices de pobreza e indigencia en la población femenina y diversa.
En términos económicos el sistema capitalista, con sus dinámicas de exclusión y explotación, utiliza a las mujeres como piezas desechables en un engranaje económico que prioriza las ganancias económicas sobre la vida. En nuestra región, las mujeres cobran 70 centavos por cada dólar que cobra un varón. Lo mismo sucede con la precarización laboral: según la Organización Internacional del Trabajo, en el segundo trimestre de 2023 la brecha de género en la participación laboral persiste con una tasa de 51,8% para las mujeres y 74,4% para los hombres. Y a estos números resta agregar la sobrecarga del trabajo no remunerado de tareas domésticas y de cuidado que continúa recayendo desproporcionadamente sobre nosotras.
En el mundo laboral, desde comentarios sexistas hasta el hostigamiento físico o psicológico, se normaliza bajo estructuras de poder que minimizan y silencian estas conductas. Las desigualdades salariales, la falta de acceso a posiciones de liderazgo y la carga adicional de tareas no remuneradas refuerzan esta opresión, mientras se legitima un entorno hostil donde las mujeres somos vistas como subordinadas o accesorias. Estos patrones de violencia no solo afectan la salud mental y física de quienes lo sufrimos, sino que también limita nuestro desarrollo profesional, socavando el derecho a un trabajo digno, libre de discriminación y abusos. La transformación de esta realidad exige desmontar las estructuras patriarcales que sostienen estas prácticas, promoviendo espacios laborales inclusivos, igualitarios y respetuosos. Frente a estos hechos, el desafío es construir un programa contundente que tensione los espacios de poder estatales y privados. En tal sentido, vale destacar los esfuerzos del colectivo organizativo argentino, Periodistas Argentinas, que este año propuso mediante un proyecto de ley incorporar el inciso “j” al artículo 6° de la Ley 26.485, “de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres” tipificando la violencia y el acoso sexual en ámbitos laborales y académicos como conductas no consentidas que atentan contra la dignidad de las mujeres, generando entornos intimidatorios, hostiles y humillantes.
En el ámbito digital, las redes sociales no solo se han convertido en un espacio donde la violencia se reproduce, sino también en una herramienta poderosa para configurar estereotipos, consolidar discursos de odio y moldear comportamientos sociales. Los algoritmos, diseñados para maximizar la interacción, amplifican contenidos misóginos y violentos, legitimando conductas que refuerzan la opresión patriarcal. Estos espacios, lejos de ser neutrales, operan como campos de batalla donde se nos señala, juzga y expone, convirtiendo nuestros cuerpos e identidades en blanco de linchamientos mediáticos y ataques sistemáticos. La construcción de estos discursos de odio no es inocente: responde a una estrategia de control que busca desarticular la capacidad crítica y colectiva de resistencia, debilitando los vínculos comunitarios y perpetuando una cultura de miedo y sumisión. Frente a esta violencia, la organización feminista y las respuestas colectivas en estos mismos espacios digitales se erigen como formas imprescindibles de resistencia y de construcción de nuevas narrativas emancipatorias.
En un contexto donde las élites económicas se configuran como una nueva aristocracia financiera y tecnológica, marcada por rasgos profundamente patriarcales, colonialistas, neofascistas y reaccionarios, los feminismos y transfeminismos encarnamos la resistencia y la lucha. No se trata de actos aislados, sino de acciones que a la luz de la lucha histórica de las fuerzas populares, forjan una conciencia crítica y una práctica capaz de desafiar al patriarcado. Como expresó Simone de Beauvoir: “No hay muerte natural; nada de lo que le sucede al hombre y la mujer es natural, puesto que su sola presencia pone en cuestión al mundo”. En ese espíritu, nuestras vidas y nuestras luchas se niegan a aceptar como inevitables la pobreza, la violencia y la exclusión.
El 25 de noviembre no es solo un día de memoria, es un grito colectivo que atraviesa fronteras y generaciones. Las hermanas Mirabal nos enseñaron que la lucha contra la violencia patriarcal y autoritaria no puede limitarse al rechazo individual de la opresión, sino que exige la construcción de un movimiento colectivo capaz de transformar profundamente nuestras sociedades. Hoy, retomamos su legado en un contexto donde las violencias se diversifican, pero también nuestras resistencias se fortalecen. En cada marcha, en cada consigna, reafirmamos que la lucha por la eliminación de todas las violencias hacia nosotras es inseparable de la lucha por un mundo más justo, libre y digno, donde nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestras voces nunca más sean silenciados.
*Paula Giménez, directora de NODAL