El miedo dio el verdadero golpe
Por Canela Crespo*
Desde los poderes instaurados, muchas veces se generan narrativas y acciones que profundizan una cultura del miedo buscando escenarios en los que el control, la coerción y la coacción social son más fácilmente aceptados.
En Bolivia, el golpe de Estado de 2019 marcó un antes y un después en la instrumentalización del terror como herramienta del Estado para el control de la población. Las y los bolivianos de mi generación y menores, no habíamos visto a militares en las calles hasta ese noviembre que se prolongó casi un año. Estaban por donde se mirara: en las plazas, en los mercados y hasta controlando el tráfico. Además, no es un dato menor que tanto policías como militares fueran los que consolidaran el golpe con amotinamientos, pidiendo la renuncia de Evo Morales, así como los responsables de las masacres de Senkata, Sacaba y El Pedregal que dejaron 36 muertos. El (des) gobierno inconstitucional de Jeanine Áñez utilizó las fuerzas de seguridad para construir una legitimidad que finalmente no alcanzó; pero desde ese momento y hasta ahora, algo cambió y quedó.
Una vez en el gobierno, el presidente Luis Arce y su Gabinete no renunciaron a las imágenes groseras con policías y militares; de hecho, los uniformes pasaron a ser normales en las fotografías oficiales e incluso, no falta —y sobra— algún ministro que hasta se viste con camuflaje. Quizás uno de los ejemplos más burdos de la acción policial se dio en 2023, cuando en un Congreso Ordinario de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, una de las organizaciones sociales más importantes del país, el Gobierno intervino con represión policial para asegurar la posesión de dirigencias que le hicieran pleitesía. Según datos del propio Ministerio de Salud, hubo más de 870 heridos, y a pesar del descontento de las bases, el Gobierno se impuso. Ahora bien, la limpieza de la imagen policial y militar no se hizo solamente en hitos épicos; por ejemplo, en los últimos meses en los que azota la crisis económica y hay escasez de combustibles, los militares estuvieron en los surtidores de gasolina y diésel para controlar el abastecimiento normalizando su presencia en la cotidianidad boliviana. Por si fuera poco, el Gobierno de Arce ha ejercido violencia también por fuera de la propia Policía o de las Fuerzas Armadas; por ejemplo, este 10 de julio, servidores públicos atacaron con explosivos a una vigilia pacífica de acompañamiento a Evo Morales en su participación en una reunión del órgano electoral en la ciudad de La Paz.
Ahora bien, esta forma de hacer política del Gobierno de Arce tuvo un momento espectacular hace unas semanas. El 24 de junio, el coronel Juan José Zúñiga, entonces Comandante General del Ejército, dio una entrevista en la que amenazó abiertamente con detener a Evo Morales y habló del “enemigo interno” y de los “malos bolivianos”, refiriéndose a la militancia del MAS-IPSP. Al día siguiente, se montó una operación mediática que indicaba que por sus declaraciones fue destituido, pero eso no sucedió: Zúñiga no solamente no fue destituido sino que el Gobierno guardó un silencio cómplice e incluso algún diputado aliado dijo que el coronel debió ser condecorado. El 26 de junio, Zúñiga protagonizó una aventura militar en la Plaza Murillo, en la que se encuentran los edificios de los órganos ejecutivo y legislativo. Hoy, a dos semanas del suceso, la gran mayoría de las y los bolivianos mantenemos, cuanto menos, serias dudas sobre la veracidad del intento de golpe de Estado.
Es preocupante que la incertidumbre sobre la robustez institucional haya habilitado un escenario en el que, si bien vimos en las pantallas un tanque golpeando la puerta del Palacio de Gobierno, no sólo no nos alarmamos, sino que lo descreemos. Esto se trata esencialmente de que la desinstitucionalización del aparato estatal es muy profunda y hace mucho daño a los valores de la democracia. Pero, ¿dónde vemos esta desinstitucionalización? Por un lado, las máximas autoridades del órgano judicial que cumplieron mandato en diciembre de 2023, escribieron para sí mismas una sentencia que les otorga una prórroga en sus cargos y no hay avance en el proceso de convocatoria a elecciones judiciales. Asimismo, en el órgano electoral opera el Gobierno promoviendo la inhabilitación de la candidatura de la persona a la que ha elegido como su principal rival político: Evo Morales. Finalmente, el órgano legislativo fue cercenado de sus facultades fiscalizadora y legisladora y es constantemente saboteado. Todo esto, sumado a la crisis económica y las frecuentes denuncias de corrupción y persecución gubernamental, ha motivado un desplome de 14 puntos en la aprobación de la gestión de Luis Arce desde enero a junio, alcanzando solamente un 28% según una encuesta realizada en junio por la empresa Diagnosis. Sabiendo todo esto, ¿acaso no parece posible que el Gobierno hubiera podido aprovechar una situación de insubordinación militar?
De cualquier forma, es tiempo de cuestionarnos las narrativas del miedo ya que éste es monológico, solitario, y es por eso que permite el control sin resistencia de parte de los poderosos así como la coerción y coacción social. Dice Spinoza que la contracara del miedo es la esperanza, y ésta en cambio, es dialógica y se construye en colectivo. Nuestra salida a las crisis que vivimos debe plantearse desde la esperanza y no desde el miedo; por eso, en Bolivia, las demandas del movimiento indígena, de las y los trabajadores y del campo popular hoy pasan por ampliar y resguardar la democracia mediante elecciones judiciales, elecciones primarias cerradas y la garantía del ejercicio pleno de las atribuciones de la Asamblea Legislativa Plurinacional.
*Canela Crespo es boliviana, estudió Derecho, es feminista y militante del MAS-IPSP y parte del equipo de Casa Tomada, colectivo comunicacional de izquierda.