¿Por qué Estados Unidos quiere ocupar militarmente Haití? – Por Lautaro Rivara
¿Por qué Estados Unidos quiere ocupar militarmente Haití?
Lautaro Rivara*
¿Cuáles son las características de la crisis haitiana? ¿Cuáles los motivos que impulsan a Estados Unidos a una nueva intervención militar en la isla? ¿Cuáles son las alternativas, pacíficas y soberanas, para resolver la crisis endémica de la nación caribeña?
Desde hace casi 20 años Haití vive un estado de excepción permanente: la historia reciente del país es una especie de serpiente que amenaza con morderse la cola y volver al punto de partida. La primera excepción fue geopolítica y militar, como la amenaza que se cierne hoy por hoy sobre el país con el pedido del Primer Ministro Ariel Henry, los Estados Unidos y las Naciones Unidas de intervenir el país, por décima vez en los últimos 30 años.
Estado de excepción permanente: un círculo vicioso
Fue en el año 2004 cuando la escalada de las tensiones entre el gobierno del ex presidente Jean-Bertrand Aristide y sus opositores alcanzó su clímax, sin desbordar lo que hasta ese momento era una lucha facciosa estrictamente local. Aristide fue el primer gobernante democráticamente electo en la tortuosa post-dictadura consumada tras la caída de la dictadura vitalicia del clan Duvalier, removido luego por un golpe de Estado apoyado por los Estados Unidos y perpetrado por las fuerzas armadas locales, y retornado luego al poder con la propia mediación de la administración de Bill Clinton.
En ese contexto de crisis interna, una fuerza de despliegue rápido compuesta por tropas y equipamiento militar de Estados Unidos, Francia y Canadá ocupó el país, preparando las condiciones para lo que sería, obtenido el “consenso” post facto para lo que había sido una acción completamente unilateral, el futuro despliegue de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah).
Llamada a permanecer en el país seis meses, esta misión estuvo en el país 13 años, hasta el 2017, con la participación de numerosos continentes militares latinoamericanos -con la honrosa excepción de Venezuela y Cuba- y con balances que ya hemos detallado en otras ocasiones.
Fue el ciclo de la Minustah el que terminó de desestructurar algo mucho más peligroso e inquietante para el establishment que el carismático y mesiánico líder salesiano, quien había asumido a su retorno una orientación cada vez más conservadora y pro-empresarial: las tropas de los Cascos Azules terminaron de destruir los últimos vestigios del que había sido el movimiento social más poderoso y radical desde la revolución de los “cinco días gloriosos” del año 1946: el movimiento Lavalas (literal y descriptivamente, avalancha, en creol haitiano).
Como sucede en los casos de misiones de paz (que más bien son de guerra o de post-guerra, administradoras de sus secuelas) en los países del Sur Global que han tenido la escasa fortuna de entrar en el radar de los intereses humanitaristas de Occidente, fue la propia Misión y sus patrocinadores (EEUU, la OEA, las propias Naciones Unidas) quienes se encargaron de abonar el terreno para la gobernabilidad civil cuando el orden pretoriano de las tropas de ocupación finalmente se retiró del escenario, envuelto en rencillas internas, y fuertemente desacreditado por los casos de violencia sexual, las masacres perpetradas en barrios populares y la introducción en el país de la epidemia de cólera.
Es en ese contexto que emerge el Pati Ayisyen Tèt Kale (Partido Haitiano de los Cabezas Rapadas), una formación política de laboratorio, una criatura incubada por la “comunidad internacional” con financiamiento externo y el reclutamiento de elementos estadounidense de la diáspora haitiana en los Estados Unidos y de elementos residuales del duvalierismo, en particular de los tristemente célebres Tonton Macoutes, la fuerza de choque paramilitar creadas por François Duvalier con entrenamiento y financiamiento de la CIA.
Su propio líder, y primer presidente surgido de este agrupamiento político, el cantante de konpa Michel Martelly, fue él mismo un macoute durante su juventud. No es casual que la curva de deterioro más grave de la situación haitiana coincida bastante perfectamente con la llegada al poder del PHTK en el año 2011, un partido que hoy podríamos asimilar a las derechas emergentes y reaccionarias como la de Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orbán en Hungría o Donad Trump en Estados Unidos, por citar algunos ejemplos emblemáticos de diferentes regiones del globo.
Fue este partido el que estableció el segundo estado de excepción, de tipo político-institucional, y gobernó el país antes y después de la partida de la Minustah y su misión sucesora, la Minujusth. El carácter autoritario de esta formación se profundizó con la llegada al poder del ex presidente Jovenel Moïse, que consumó, a lo largo de su mandato, la ruptura del orden democrático del país, violando su mandato constitucional, estableciendo relaciones de promiscuidad con el crimen organizado, suspendiendo los actos electorales, cerrando virtualmente el Congreso e interviniendo los principales tribunales del país.
Pero el precario orden establecido por el PHTK y sus aliados internacionales comenzó a erosionarse desde la misma llegada el poder de Moïse: las denuncias de fraude masivo de los comicios que lo llevaron a la presidencia, las llamadas «marchas del hambre», los reclamos de las trabajadores y trabajadores de las zonas francas industriales por salario mínimo y el impacto del Huracán Matthew en 2016 comenzaron a socavar su escasísima legitimidad de origen.
El equilibro terminó de saltar por los aires con la insurrección popular de julio de 2018 contra el aumento de los combustibles impulsados por el gobierno por recomendación del FMI, y más tarde con el escándalo suscitado por el desfalco, de parte de la clase política haitiana, del dinero líquido disponible en las arcas del Estado por la muy ventajosa participación de Haití en la plataforma energética Petrocaribe. Más tarde Moïse se retiraría de ella forma unilateral, iniciando una crisis energética crónica en un país que volvió entonces al oneroso mercado norteamericano de carburante.
Fue entonces que comenzó el tercero de los estados de excepción: cuando la excepción geopolítica y militar de la Minustah ya había abandonado el país, y cuando el estado de excepción político-institucional se demostró incapaz de poner un dique de contención al masivo descontento popular mostrado en las calles del país, las clases dominantes locales y sus aliados internacionales comenzaron a ensayar otra estrategia: la paramilitarización del país.
De hecho, y coincidentemente con el pico de las protestas, comenzaron a ingresar en Haití– siendo detectados por las propias autoridades policiales locales- mercenarios y ex marines estadounidenses que arribaron al país precisamente para armar, entrenar y financiar a estos grupos criminales, dado que estos juegan en el país un inestimable rol en la represión paramilitar del movimiento social organizado, al inducir un terror generalizado que, con bastante éxito, inhibió por un tiempo el ciclo de movilización masiva y permanente que inició allá por el año 2018.
Por último, en julio de 2021, un hecho volvió a enturbiar las aguas de la política nacional: el magnicidio de Jovenel Moïse, perpetrado por un pelotón de mercenarios colombianos y estadounidenses: su investigación no ha arrojado a la fecha ningún avance, no sólo en lo que concierne al poder judicial haitiano, sino también en relación a las líneas de investigación abiertas por la justicia de los propios Estados Unidos.
Sean cual sean las motivaciones profundas del magnicidio y considerando las serias sospechas que recaen sobre el propio entorno del ex presidente y su propio partido político, la realidad es que su asesinato permitió instalar el cuarto estado de excepción –y un estado de sitio formalmente declarado- llevando al poder interino a Ariel Henry, induciendo un estado de shock generalizado y justificando la postergación ad infinitum de la normalización política y electoral que por fin había prometido Moïse en los últimos estertores de su mandato.
Pero tampoco Henry ha logrado estabilizar la proa del país, ni siquiera en términos represivos, ya ni hablar de los consensuales. A nivel interno, Henry concita el apoyo de tan sólo una parte de la burguesía importadora y de la oligarquía haitiana, las dos fracciones principales de las clases dominantes locales.
Incluso poderosas familias de la clase dominante mulata, negra y sirio-libanesa están en contra de su permanencia en el poder, en parte por el mismo motivo por el que fueron parte de la oposición del último tramo del mandato de Moïse: porque en la inestabilidad y el desgobierno crónicos, algunos sectores del capital no encuentran las condiciones mínimas para garantizar su reproducción ampliada.
Por mencionar un ejemplo: las maquilas necesitan a sus trabajadores en las fábricas y no en las calles; los capitales de la energía eléctrica necesitan del abastecimiento de combustible para poder generarla y venderla; las concesionarias de autos precisan de la capitalización más elemental de las clases medias y medias altas para vender sus vehículos; y los importadores necesitan de una frontera estable y abierta con la República Dominicana.
Eso sin contar los poderosos intereses internacionales, vinculados a la agricultura de los monocultivos de exportación, las iniciativas megamineras, los proyectos turísticos de enclave, las zonas francas industriales y las remesas de la diáspora. El principal apoyo y puntal de Henry, como el de los gobiernos de Michel Martelly y Jovenel Moïse, es internacional, lo que explica que todas las movilizaciones contra su gobierno se dirijan de manera invariable, y aún antes de la propuesta formal de intervención, contra las embajadas de Estados Unidos, Francia, Canadá, o contra establecimientos de las Naciones Unidas y la Unión Europea.
Pero los factores puramente externos no son suficientes para garantizar el orden, o al menos no de forma permanente: hasta el poderoso Imperio Británico precisaba de los llamados sepoy (más conocidos por su castellanización, cipayos) para garantizar su dominio colonial.
Salir del laberinto
El debate político sobre Haití parece estar entrampado: hay quiénes aducen que es imposible realizar elecciones, convocar a un gobierno de transición o normalizar la situación política e institucional del país en un contexto de violencia y proliferación de grupos criminales y bandas paramilitares.
Se trata de los mismos que paradójicamente impulsaron la celebración de elecciones muy discutidas en contextos tan dramáticos como los que en 2010 tuvieron como telón de fondo la mayor catástrofe natural de la historia del país, el sismo del 12 de enero que se cobró más de 300 mil víctimas fatales; o quiénes convalidaron numerosas elecciones realizadas bajo el estado de excepción permanente de la ocupación militar multilateral de la Minustah a lo largo de 13 largos años.
La razón de esta negativa del PHTK, las clases dominantes haitianas y sus aliados euro-norteamericanos a celebrar elecciones es mucho más sencilla y tanto menos humanitaria: cualquier candidatura que presentara el establishment en este contexto de total descrédito, perdería holgadamente frente a cualquier contendor progresista o de izquierda, o incluso frente a algún outsider imprevisible.
Vale la pena recordar que el antecesor de Henry, Jovenel Moïse, llegó al poder tras dos elecciones consecutivas calificadas de fraudulentas por numerosos actores nacionales e internacionales, y que aún así se hizo con la presidencia con una participación de tan sólo el 18 por ciento del padrón electoral.
Pero por lo menos Moïse fue votado: Henry, en cambio, ejerce hoy por hoy un cargo interino, para el que fue designado de manera ridícula e inédita por un tweet del Core Group, el autodenominado “grupo de países amigos de Haití” que nuclea a las principales potencias con intereses económicos y geopolíticos en el país, tales como Estados Unidos, Francia, Canadá y otros.
El mandato de Henry debió cesar el 7 de febrero del presente año y debieron celebrarse elecciones que nunca fueron convocadas. Además, la constitución haitiana reconoce como principal autoridad nacional a un presidente hoy por hoy inexistente, y no a un Primer Ministro que debería ser elegido por el propio presidente para fungir tan sólo como jefe de gobierno.
La trampa, entonces, es señalar que no hay soluciones nacionales a los problemas nacionales de Haití, y que la crisis de inseguridad puede y debe prolongar hasta una fecha indeterminada la situación de crisis política, institucional y económica. Muy por el contrario, la ausencia de una autoridad política con un mínimo de legitimidad política y consenso social es el principal motivo para explicar la total parálisis del Estado haitiano, y su total incapacidad para afrontar problemas elementales de índole económica, social o securitaria.
¿Cómo puede, por ejemplo, una Policía Nacional empobrecida, debilitada, desmoralizada y carente de conducción y mando hacer frente a poderosos grupos criminales pertrechados con el masivo tráfico de armas proveniente de los Estados Unidos? ¿Y cómo podría, en cambio, una fuerza militar internacional hacer frente a un problema de seguridad esencialmente nacional, haciendo abstracción de sus bases económicas -las políticas económicas austericidas- y geopolíticas -la propia implicación de mercenarios y armas de los Estados Unidos en las propias bandas armadas?
Una de las críticas unánimes a la Minustah fue el error operacional de utilizar fuerzas militares, no capacitadas para afrontar problemas de seguridad interior, en funciones esencialmente policiales.
Esto podría agravarse enormemente considerando el fortalecimiento de los grupos criminales en los últimos años. Más aún considerando el extendido rechazo que la idea de una ocupación genera en la población haitiana. Un enfrentamiento a gran escala entre una misión militar multilateral y las bandas locales colocaría a las poblaciones, en particular a las más vulnerables, como rehenes de un conflicto de características, ahora, internacionales.
“Una de las críticas unánimes a la Minustah fue el error operacional de utilizar fuerzas militares, no capacitadas para afrontar problemas de seguridad interior, en funciones esencialmente policiales”
El otro lado de esta trampa tiene que ver con la invisibilización de las numerosas propuestas que la propia sociedad civil y las propias fuerzas haitianas han venido elaborando de manera pública y manifiesta en los últimos años de crisis: algunas de ellas proponen la celebración inmediata de elecciones.
Otras, quizás las mayoritarias, se han nucleado en el llamado Acuerdo de Montana, una coalición en la que varios cientos de organizaciones políticas, sindicales, campesinas, religiosas y de todo tipo, eligieron a un Consejo Nacional de Transición y elaboraron un Plan de Transición para tomar las riendas del Estado con la participación de un amplio y representativo arco de fuerzas políticas y sociales.
El Acuerdo de Montana prevé un gobierno colegiado e interino que pueda hacer frente a algunas de los problemas más perentorios que aquejan a la población haitiana, como la inflación, el hambre y la situación de inseguridad, así como introducir una reforma política que pueda garantizar en un plazo de dos a tres años los primeros comicios limpios y transparentes en mucho tiempo.
En definitiva, las alternativas son varias, pero todas son y han de ser forzosamente nacionales, partiendo del respeto de la soberanía y la autodeterminación de la más antigua república independiente constituida al sur del Río Bravo, so pena de agravar e internacionalizar los dramas del país.
El Consejo de Seguridad
La línea intervencionista sufrió un importante revés en el último Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Allí, el veto casi garantizado de China y Rusia a la intervención militar impulsada por Estados Unidos, llevó a que los estadounidenses, junto a México, propusieran una salida más consensual focalizada en la aplicación de una serie de sanciones legales y financieras a las bandas armadas.
Más allá de la eficacia relativa que puedan tener estas medidas, esto otorga algo de tiempo para maximizar la presión internacional contra una intervención que Estados Unidos podría impulsar de forma unilateral, sin el necesario apoyo del organismo supranacional (como lo ha hecho con regularidad en los últimos años).
Incluso, la propia resolución firmada por los 15 miembros del Consejo revalidó la aplicación a Haití del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que considera al país una “amenaza para la paz y la seguridad de la región”, sosteniendo en alto la espada de Damocles que puede dar coartada legal a una próxima intervención. Estados Unidos ya adelantó que está preparando otro borrador de resolución para avalar la ocupación de la nación caribeña.
Una intervención que no es nada novedosa ni puede arrojar resultados distintos a los del pasado: una decena de misiones militares o civiles ocuparon el país en los últimos 30 años, persiguiendo los objetivos declarados de alcanzar la “estabilización”, la “paz” o la “justicia” en el país. Como un comunicado de la propia OEA reconoció hace pocos meses, esta política de intervención ha fracasado rotundamente. ¿Por qué habría de tener éxito ahora, en condiciones sociales aún más dramáticas y explosivas que las de ayer?
El oneroso costo de una misión como la Minustah equivale hoy a la mitad del PBI haitiano. Esos recursos podrían ser utilizados en sistemas de agua potable, en una red eléctrica nacional, en vacunas o en apoyos al campesinado y estímulos a la producción agrícola. No deben ser utilizados en tanques y armas, en un escenario que podría propiciar una guerra civil de características internacionales.
Los principales motivos esgrimidos para lanzar una nueva ocupación internacional en Haití son responsabilidad directa o indirecta de los mismos actores internacionales que hoy promueven la intervención. Nada bueno puede salir de eso.
*Sociólogo argentino, doctorando en Historia y docente universitario. Periodista y analista, corresponsal de Globetrotter (Independent Media Institute) y editor general de ALAI