Colapso de Facebook: por qué fue tan fuerte el impacto – Por Esteban Magnani
Por Esteban Magnani
Desde pasado el mediodía de este lunes y durante algo más de seis horas fue imposible conectarse a Whatsapp, Facebook, Messenger e Instagram, cuatro de las cinco apps más presentes en los celulares de todo el mundo. El impacto fue feroz porque estas aplicaciones se usan para comunicaciones de todo tipo: laborales, familiares, recreativas, para sacar turnos, vender productos o pedir una pizza. Luego de que la pandemia forzara a navegar cotidianamente en el mundo digital, la caída de esos servicios empujó a los usuarios a naufragar nuevamente en el mundo analógico, aferrados al salvavidas de los llamados telefónicos, los SMS o apps de mensajería alternativas. La cantidad de memes que circularon (en otras redes) fueron una pequeña muestra de la ansiedad de una sociedad que se sintió como si la hubieran privado de uno de sus cinco sentidos y que olvidó cómo era no poder conectarse con cualquiera en cualquier momento.
Y no es solo en Argentina: Facebook tiene cerca de 2.895 millones de usuarios mensuales, más de un tercio de la población global. Whatsapp cuenta con dos mil millones, Messenger 1.300 e Instagram otros 1.000 millones. Todos estos servicios pertenecen a Facebook.
La concentración no para de crecer pese a algunos tibios intentos de controlarla. Cuando Facebook compró Whatsapp en 2014, por 19.000 millones de dólares, prometió a los organismos reguladores europeos que no cruzaría los datos obtenidos por ese sistema de mensajería con los de Facebook. Lo hizo igual y en 2018 fue multado por cifras muy inferiores al dinero que el cruce de datos le permitía obtener. La caída de los servicios en simultáneo demuestran, por si quedaban dudas, la simbiosis entre todas estas aplicaciones puestas al servicio de la gigantesca empresa de publicidad que es Facebook. Es de ese mercado de donde obtiene del 98 por ciento de sus ingresos.
Para peor, la necesidad de todos por comunicarse aumentó repentinamente el tráfico en plataformas alternativas que cayeron en dominó por varios minutos, como le ocurrió a Telegram o Signal. Hasta la noche del lunes, Facebook no dio explicaciones concretas sobre las causas del problema. Es imposible saber qué ocurre en esa caja negra; es que pese al lugar clave que tienen sus servicios en el planeta, solo ellos tienen acceso a los servidores donde están la explicaciones. Para peor, el desperfecto se suma a la denuncia más reciente en contra de la empresa que hizo una ex gerenta de producto, Frances Haugen. El combo de malas noticias hizo caer la cotización de las acciones un 5% en pocas horas, pero todo indica que, como ocurrió en el pasado, el desprestigio tendrá patas cortas.
Luego del escándalo de Cambridge Analytica, cuando incluso se iniciaron campañas invitando a eliminar las cuentas en la red social, las acciones llegaron a caer por unos pocos días para luego recuperarse como si nada hubiera pasado gracias a unos envidiables reportes de ganancias. Ni siquiera la posterior multa de 5.000 millones de dólares por su responsabilidad en el caso logró hacer temblar a la empresa.
La caída vuelve a traer la atención sobre la deriva de internet de las últimas décadas en un proceso que transformó una red de redes pensada, justamente, para ser indestructible, hasta su actualidad de concentración y gestionada por un puñado de empresas.
La guerra fría
Es sabido que internet nació como un proyecto militar en tiempos de Guerra Fría y amenaza nuclear. Mantener una red distribuida era la mejor forma de garantizar que ninguna bomba puntual pudiera paralizar las comunicaciones. Una red permitiría hacer circular los mensajes por caminos alternativos.
Este proyecto luego fue tomado por varias universidad que utilizaron los cables telefónicos para conectar a las computadoras. Eso fue básicamente internet hasta que en los años 90 llegó la web y comenzó el vértigo que la caracteriza hasta nuestros días. En sus primeros años, internet en general, pero sobre todo la web, parecía un espacio democratizador en el que todos podrían hablar en condiciones de igualdad en una especia de ágora virtual de arquitectura indestructible e incontrolable para cualquier poder. Todos podrían hablar con todos sin intermediarios.
El tiempo demostró que no sería necesariamente así. A fines de los ’90 la concentración de internet se aceleró a toda máquina gracias a los capitales de riesgo que buscaron la forma de hacer negocios en el ciberespacio. Con la explosión de la burbuja «puntocom» a comienzos del siglo XXI solo algunas pocas sobrevivieron pero en el camino encontraron el santo grial: los datos.
La tendencia natural de las plataformas de internet es ir hacia la concentración. El proceso suele llamarse «efecto de red»: la gente va a las redes sociales donde están sus amigos, los pasajeros a las plataformas con más choferes porque no quieren esperar, usan los buscadores que están más entrenados por más gente y así se los entrena más. El proceso se refuerza a sí mismo en un círculo virtuoso. De allí el incentivo por arriesgar mucho dinero para picar en punta y quedarse con un mercado completo. Poco queda de la red distribuida en un ciberespacio ahora copado por un puñado de empresas. Y cuando cae una, arrastra actividades en medio planeta.
Lecciones para aprender
No es la primera vez que se caen los servidores de una empresa del tamaño de Facebook. En diciembre de 2020 los servicios de Google dejaron de funcionar por poco menos de una hora produciendo un sismo no solo en las comunicaciones, sino también en herramientas de trabajo que, para peor, eran vitales en tiempos de pandemia. La caída de Google impactó en las posibilidades de enviar o recibir mails, pero también de estudiar, hacer reuniones, cargar datos en documentos compartidos o transmitir una obra por YouTube. De hecho, Google es parte de la infraestructura de otras empresas y cuando sus servidores caen arrastran, por ejemplo, a los mapas que usan los servicios de esta empresa para funcionar. Es cierto: sin los aportes de este gigante muchos servicios como el mapa de Buenos Aires «Cómo llego» tal vez no serían posibles a menos que, justamente, se desarrollara un servicio propio con trabajo local.
En resumen, casi sin darnos cuenta, por practicidad y una supuesta gratuidad (que en realidad se paga en datos, pero también en independencia), empresas, ciudadanos y hasta gobiernos utilizan de forma creciente estas infraestructuras que así concentran más datos, consiguen el dinero para mejorar sus desarrollos y hacen aún más dependientes a otros países.
Alternativas
¿Debería haber infraestructuras nacionales o al menos regionales que permitan cierta autonomía de infraestructuras claves para el funcionamiento del país? Ahora la pregunta parece urgente pero es muy probable que vuelva a olvidarse ahora que Facebook ya arrancó sus servidores nuevamente.
Es cierto: dar un servicio tecnológico de la calidad que ofrece las grandes corporaciones no es fácil. Estas empresas manejan recursos capaces de opacar sistemas científico tecnológicos de países enteros. Pero por otro lado, no es imposible: existen alternativas sobre todo en software libre, para no arrancar desde cero. Ese camino, que genera cierta incertidumbre y que carece de marketing sostenido por millones de dólares, no solo generaría trabajo local y ahorro en divisas, sino que también favorecería el desarrollo de conocimiento e investigaciones como muestran algunos ejemplos exitosos.
Es en los momentos de crisis cuando se reaviva la discusión acerca de la necesidad de no depender tanto de infraestructuras que no se controlan. Habrá que ver si esta vez alguien logra recordarlo.