De exterminios y olvidos: la primera república negra del mundo – Por Camila Koenigstein y Jean Jackson

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Por Camila Koenigstein* y Jean Jackson**Breve cuadro de situación

Como era de esperar, la academia latinoamericana es uno de los espacios que siempre ha destacado y estudiado las distintas desigualdades. Los temas abordados en el campo de las humanidades y las ciencias sociales contribuyeron en un primer momento al despliegue de una historiografía estructurada en lo que se consideró como un fundamento civilizatorio, tributario de los derroteros del pensamiento europeo. Pero frente a esta hegemonía, se dieron y profundizaron procesos históricos regionales y una producción teórica desarrollada por intelectuales negros, producción tan olvidada como silenciada.

El rescate de esta sentida ausencia es fundamental para pensar en posibles rupturas epistemológicas y discursivas que produzcan una más eficaz lectura de los rasgos de nuestras propias realidades, frente a un saber dominante y colonial aparentemente incuestionable.

«Quien tiene la autoridad para definir tiene el poder de conferir relevancia, identidad, clasificación y significado al objeto definido» (Ramose, 2011). Sin embargo, los aportes de la nueva historiografía fueron múltiples, comenzando con un examen de la expansión europea y su impacto en las sociedades amerindias: dominación, violencias y resistencias en el marco de una colonización que adoleció, salvo excepciones, de cualquier tipo de sensibilidad frente a las alteridades.

Sin embargo, Ramose, en su crítica, define precisamente la fuerza con la que la academia aún establece y ordena prioridades con un sentido eurocéntrico para el análisis o la supresión de algunos procesos decisivos en la configuración de la identidad latinoamericana. Entre ellos, la propia Revolución Haitiana.

Un claro ejemplo es la falsa simetría establecida entre las revoluciones que tuvieron lugar en el siglo XVIII y el papel secundario atribuido a la Revolución Haitiana. Es bastante evidente que en las cátedras de ciencias sociales de las universidades latinoamericanas se continúa con tales sesgos, a pesar de la renovación curricular y el avance de la investigación, en particular de la historia social de las últimas cuatro décadas. De esta forma se continúa marginando y relegando a la mayoría de movimientos insurgentes y revolucionarios protagonizados por negros en América, ubicados en un segundo plano histórico, por una concepción exotista que los ve como acontecimientos meramente excepcionales. ¿Por qué no pensarlos, en cambio, encuadrados en el curso de las revoluciones del Océano Atlántico?

Todas estas cuestiones abren itinerarios para reflexionar sobre el papel de la pedagogía, la enseñanza de la historia y la importancia de repensar tanto contenidos como metodologías en determinadas asignaturas. Lo que podría generar, además de una mejor comprensión de procesos locales, regionales y de alcance global, un acercamiento más cercano a nuestros precursores históricos.

Útil es, a nuestro criterio, la perspectiva de las historias cruzadas, punto de vista que relativiza los nacionalismos, analiza las sociedades desde sus puntos de contacto y busca relacionar todos los atributos y las performances que produce la alteridad. Haití se volvió el primer país en ser gobernado por ex esclavos. Sin lugar a dudas, ésta fue una revolución que generó ecos en diferentes espacios geográficos más allá de Francia y su colonia de Saint-Domingue.

Haití es parte fundamental del proceso civilizatorio latinoamericano. La cultura europea y de otros centros de poder sigue difundiendo retóricas emancipatorias contra todo tipo de opresión, pero siguen naufragando en su racismo y su colonialismo implícito a la hora de dar cuenta del ejemplo de Haití.

Olvidando la Revolución Haitiana y la Batalla de Vertières

Recién en febrero de 2019 entró la palabra Vertières en el diccionario de la Academia Francesa, acontecimiento concretado gracias a la lucha intelectual del académico haitiano-canadiense Dany Laferrière. Esta demora inaceptable ocurrió precisamente porque esa palabra se refería al espacio geoestratégico donde Francia fue vencida por el llamado “Ejército Indígena” que, según la narrativa histórica, tomó este nombre en honor a los pueblos aborígenes y sus rebeliones, derrotando al ejército napoleónico y proclamando la liberación de los esclavos. Al mismo tiempo, el grupo insurgente decidió proteger a todos los extranjeros que pisaron el suelo de la porción occidental de la isla de Santo Domingo (actual Haití) huyendo de la esclavitud, la opresión o la persecución política por parte de los colonizadores.

La Batalla de Vertières, poco nombrada y menos reconocida, fue la última gran batalla de la Revolución Haitiana, aquella que quebró el paradigma impuesto en la estructura social por el hombre europeo. La insurrección, a diferencia de la Revolución Francesa, buscó de hecho la igualdad, la libertad y la fraternidad, independientemente del color de piel, el género, la clase social y el nivel educativo.

Así es que hoy, en suelo haitiano, incluso con una población étnicamente diversa -especialmente por la mezcla de africanos, indígenas nativos, polacos, ingleses, alemanes, judíos, libaneses, árabes, etc- los habitantes están unidos bajo un solo idioma, el criollo o creole, bajo una cosmovisión compartida y bajo una única cultura: la cultura nacional haitiana.

Pero, ¿cuáles son los avances más notorios que podemos destacar del Ejército Indígena y de la Batalla de Vertières? Podemos mencionar, entre otros, la inclusión sexual, la étnico-racial y la promoción de los principios humanitarios.

En el Ejército Indígena, las mujeres eran numéricamente superiores a los hombres. Jacques Houdaille confirma que había tres mujeres negras por cada hombre y que durante la batalla muchas tomaron parte activa, ostentando incluso altas jerarquías en el ejército. Notable fue la participación de Cécile Fatiman a la vanguardia de la rebelión, desde la ceremonia de Boïs Caiman; también de Romaine Rivière, “el profeta”, uno de los líderes insurgentes, que se consideraba mujer y vestía ropas femeninas en el campo de batalla; de Catherine Flon, quien cosió la bandera emblema del ejército; de Marie-Jeanne Lamartiniére, vestida de hombre y reconocida como soldado; de Sanite Belair, quien portaba el grado de teniente; de Marie-Claire Heureuse Félicité Bonheur, enfermera del ejército que se ocupaba tanto de la tropa indígena como de los soldados franceses heridos en el mismo campo de batalla.

Sin embargo, los relatos de la historiografía tradicional, presa de la propaganda francesa, nos hablan de una verdadera “masacre” de blancos. Es necesario enfatizar que el Ejército Indígena no solo estaba compuesto por negros, sino que también había  en él blancos y mulatos. En junio de 1802, unos 2.270 soldados polacos llegaron al Cabo Francés -hoy Cabo Haitiano-, por entonces capital colonial de Saint-Domingue, mientras que en septiembre llegaron otros 2.500 a Puerto Republicano -actual Puerto Príncipe-. De todos modos estos polacos, alemanes y suizos terminaron constituyendo una fracción insignificante de la fuerza expedicionaria francesa enviada para sofocar la rebelión. Engañados y abandonados por Napoleón, el 18 de noviembre de 1803 decidieron pasarse al bando del Ejército Indígena.

Después de la guerra algunos polacos pidieron regresar a Europa para reencontrarse con sus familias. El propio Dessalines organizó la operación, que fue financiada íntegramente por el estado haitiano. El general polaco Ludwik Mateusz Dembowski escribió entonces al general del ejército francés Rochambeau con gran elocuencia: “Tuve la oportunidad de conocer al líder de los insurgentes, Dessalines […] A pesar del gran salvajismo que suelen demostrar, me recibieron y pese a la ignorancia que en ellos suponemos, razonan a su manera y con justicia”.

Aunque durante el conflicto la orden del general Dessalines fue “cortar las cabezas de los soldados blancos y quemar todas las casas”, este indicó que no se hiciera daño a las enfermeras, médicos y curanderos, ni tampoco alcanzaba a las familias de los colonos, que por lo general permanecían en su país de origen. El 19 de noviembre de 1803 los oficiales del ejército francés declararon la rendición y Dessalines les concedió tres días de tregua para regresar a Francia.

James M’Kewan, un traficante de hombres y mujeres, fue a preguntarle a Alexandre Pétion sobre los hombres y mujeres negros que eran su “propiedad”. Pétion respondió: “Colonizador, los hombres que busca ahora son libres y ciudadanos de la República de Haití. Ya no son de tu propiedad. En cuanto a ti, te doy 24 horas para salir de suelo haitiano”.

Luego de la batalla, Jean-Jacques Dessalines organizó, en mayo de 1806, planes para liberar las islas de Martinica y Guadalupe. Años más tarde, el presidente Pétion, ex general del Ejército Indígena, recibiría a Simón Bolívar entre 1815 y 1816, y le proporcionaría municiones y más de 300 oficiales para liberar la Gran Colombia. Además, recibió y ofreció a Francisco de Miranda la Espada Libertadora de Haití para que siguiera luchando por la emancipación estadounidense. Pétion también ofreció asilo político al federal argentino Manuel Dorrego en 1814. Francisco Xavier Miranda y Morfi también solicitó ayuda: el general Pétion le ofreció su apoyo y puso a disposición un barco haitiano que lo llevó a México para luchar por su respectiva independencia. En abril de 1817, el entonces presidente Pétion recibió una carta del político argentino Juan Martín de Pueyrredón que refería a la consolidación de la independencia de las Provincias Unidas. Como se ve, varios movimientos de liberación del dominio colonial surgieron en diálogo con la Revolución Haitiana, pero su importancia y sus conexiones fueron negadas por la historiografía racista.

Volviendo a Vertières, hay un gran desconocimiento sobre esta batalla que buscó concretar y ampliar los ideales planteados por la Revolución Francesa, entre ellos la igualdad humana, pero sin distinciones sexo-genéricas ni étnico-raciales, principios que fueron parte de todo el proceso. Lo que después se tipificó en términos históricos como barbarie y masacres -las llamadas “leyes de guerra”-, se debió principalmente a la campaña de intelectuales mercenarios como Jean Louis Dubocra, quien fue contratado por Napoleón Bonaparte para borrar los hechos históricos relativos a Jean-Jacques Dessalines y los insurgentes, así como la relevancia del ejemplo haitiano en el continente después de conseguida la independencia.

En definitiva, los descendientes de los colonos esclavistas siguen ocultando la Revolución, sea por vergüenza o miedo, a través de periodistas, políticos e intelectuales al servicio del colonialismo. Por ello, insisten en sostener un discurso pseudo-científico y eurocéntrico, ocupando posiciones claves en espacios políticos, corporativos, mediáticos y académicos, y perpetuando un imaginario que poco representa y mal comprende la cultura, la religión y la historia de Haití.

En todo caso, es indiscutible que una revolución debe darse a favor de la expansión de los derechos humanos y que ha de generar cambios estructurales que involucren al cuerpo social en su conjunto. La Revolución Francesa y la Revolución Norteamericana fueron, en este sentido, movimientos en defensa de una pequeña élite, de una burguesía insatisfecha por la dominación de una aristocracia decadente y cruel. Por lo tanto los empobrecidos, las mujeres, los afrodescendientes y las masas fueron olvidadas, tratando de sobrevivir dentro de un sistema “nuevo” pero igualmente opresivo.

La educación neocolonial

A pesar del esfuerzo de muchas y muchos intelectuales haitianos, tanto en el país como en el extranjero, la política imperialista de Estados Unidos y el neocolonialismo de Francia siguen causando muchos problemas sociales, psicológicos y pedagógicos en la esfera educativa. Ambos países continúan, por ejemplo, aplicando una política de «olvido» en relación a la nación caribeña.

Según Joseph Bernard Junior, pocas veces aparece en los libros escolares estadounidenses el hecho de que  Haití ayudó a Estados Unidos financiera y militarmente durante la Segunda Guerra Mundial, con un presupuesto cercano a los 20 millones de dólares.

Un punto fundamental para comprender esta pedagogía colonial es el concordato firmado con la Iglesia Católica, la mano derecha de Francia durante la Colonia, el que fuera ratificado el 10 de mayo de 1860 por el presidente Fabres Gefrard en la ciudad de Gonaïves, con el objetivo declarado de «cristianizar e instruir al pueblo.» La Iglesia eligió estratégicamente la ciudad de la independencia como el lugar de su promulgación: “Probablemente fue (…) en recuerdo de que Gonaïves había sido el primer lugar conquistado por los franceses” (Ardouin, 1856).

Cuatro años después, la Iglesia Católica fundó la misión de «Los Hermanos Cristianos para la Instrucción», financiada casi en su totalidad por el Estado de Haití, a través de la cual se envió a cientos de misioneros provenientes mayormente de Francia y los Estados Unidos.  En consecuencia, hasta hoy en día, la mayoría de las escuelas del país, por lo general privadas, están bajo su control.

Los manuales de historia y geografía de este tipo de congregaciones, adoptados en años recientes por el propio Ministerio de Educación para su uso en el nivel primario, hacen gala de todo tipo de discriminaciones y estigmatizaciones que, a través de la escuela, se trasladan al conjunto de la población. Así, por ejemplo, en “Historia de Haití: desde los orígenes hasta la independencia” el autor expresa que “Los pueblos originarios de Haití no fueron tan civilizados como los incas o los aztecas”. En referencia a los pueblos africanos, Haití habría heredado de ellos “no sólo rasgos físicos, sino también actitudes, tendencias y hábitos mentales», mientras que de los colonos franceses sólo habría tomado “buenas cualidades […] cortesía, refinamiento, amor por la belleza, por el lujo”. Así mismo, en “Mi primer geografía”, se le pide a los niños y niñas que comparen dos imágenes: por un lado casitas -se presume que haitianas- cubiertas de paja, y como contrapartida edificios de algún lugar de Europa, dando a entender que nada elaborado puede provenir de los negros.

A los problemas de la imposición pedagógica francesa, hay que sumar el impacto de las políticas norteamericanas en la materia desde la ocupación de 1915-1934, dado que bajo la ocupación de los marines se pusieron en marcha programas educativos diferenciados para las áreas urbanas y las zonas rurales, lo que ahondó aún más en las divisiones sociales (Gourgues, 2016).

Debido a las limitaciones políticas y económicas y a la aplicación de una lógica desigual en la distribución de los bienes sociales, hacia 1894 solo el 8% de los 400 mil niños y jóvenes de Haití asistían a la escuela. Un siglo después, en 1995, de los tres millones de infantes en edad escolar -es decir entre los 5 y los 14 años-, sólo el 52% asistía a la escuela, siendo la cifra aún más baja en las zonas rurales. La instrucción universal, tal y como es definida por los organismos internacionales, sigue siendo una deuda hasta el día de hoy (Joint, 2018).

Hacia una descolonización pedagógica

La mayoría de los pedagogos, sociólogos, lingüistas e historiadores coinciden en el mismo punto: la descolonización educativa haitiana no se producirá naturalmente. Uno de sus antecedentes, el fracaso del proyecto educativo clasista y segregacionista de los Estados Unidos en Haití, se debió a la fuerte resistencia de los intelectuales haitianos y del conjunto de la población: resistencia que contribuyó decisivamente al fin de la ocupación en 1934.

El creole haitiano no se usó como idioma de enseñanza en las escuelas del país sino hasta 1979. Su aplicación, por supuesto, no ha sido fácil, adoleciendo ésta de problemas metodológicos, didácticos y sufriendo todo tipo de resistencias conservadoras de parte de diferentes actores.

Es innegable el esfuerzo extraordinario de las familias haitianas para lograr un sistema educativo inclusivo. Sin embargo, el país se encuentra casi en último lugar en el ranking mundial en términos de eficiencia. La niñez haitiana finaliza la enseñanza fundamental con dos o tres años de retraso y desconoce cuestiones básicas en términos de contenidos.

A pesar de las luchas en el ámbito académico, todavía hace falta una intervención editorial, dado que son los agentes neocoloniales los que siguen produciendo los libros, sin que podamos cuestionar sus contenidos. Se trata de textos que reproducen las narrativas negativas sobre los negros y los indígenas en la historia de la isla y que redundan en un discurso colonial enmascarado en un supuesto proceso modernizante de enseñanza-aprendizaje.

La educación es seguramente el medio más potente para el cambio social. Sin ella, la transformación no se viabiliza ni se consolida, como afirmaba el maestro Freire (1971). Su rol es central para pensar la transformación, en particular la de una sociedad tan castigada en términos históricos e historiográficos como la de Haití. Urge recuperar la historia de Haití y su revolución, a pesar de los estigmas de las “luces” de la razón, en un proceso que otorgó a los afrodescendientes una identidad nacional, además de afirmar pedagógicamente la lengua, la cultura y la religiosidad que le fueron consustanciales.

Bibliografía

Agnant, Patrick. Le système d’éducation haïtien : une étude néo-institutionnaliste en trente ans, de la Réforme Bernard en 1979 jusqu’au tremblement de terre de 2010, 2018.

Ardouin, Beaubrun. Estudios sobre la historia de Haití, T. VI, París, 1856, pág. 22.

Gourgues, Jacques-Michel. Les manuels scolaires en Haïti : outils de la colonialité, 2016.

Govain, Renauld. L’état des lieux du créole dans les établissements scolaires en Haïti, 2014.

Jesus, Fernando Santos. O negro no livro didatico. Editora Gramma. Rio de Janeiro, 2017.

Joint, Louis-Auguste. El sistema educativo y las desigualdades sociales en Haití. El caso de las escuelas católicas, Pro-Posicoes 19 (2), Agosto 2018.

Ramose, M. B. Sobre a legitimidade e o Estudo da Filosofia africana. Ensaios filosóficos. Volume IV- outubro/2011.

Rivara, Lautaro. Los polacos negros y una patria impensada. Disponible en: http://argmedios.com.ar/los-polacos-negros-y-una-patria-impensada/

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*Camila Koenigstein es graduada en Historia (Pontifícia Universidade Católica – SP) y posgraduada en Sociopsicología (Fundação de Sociologia e Política – SP). Actualmente desarrolla la Maestría en Ciencias Sociales, con énfasis en América Latina y el Caribe, en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

**Jean Jackson es integrante del Programa de Investigación y Extensión sobre Afrodescendientes y Estudios Afrodiaspóricos (UNSAM-IDAES-UNIAFRO), y estudiante avanzado de Ciencia Política en la Universidad de San Martín. 


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