El precio de la perpetuación de Daniel Ortega – Por Salvador Martí i Puig y Mateo Jarquín

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Por Salvador Martí i Puig y Mateo Jarquín*

Tomás Borge fue un guerrillero fundador del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y miembro de su dirección nacional durante el gobierno que siguió a la Revolución Nicaragüense (1979-1990). Antes de su muerte en 2012, y tras el retorno del FSLN al poder por la vía electoral seis años antes, dijo sobre la política del país centroamericano: «Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder (…) Me es inconcebible la posibilidad del retorno de la derecha en este país. Yo le decía a Daniel Ortega: ‘hombre, podemos pagar cualquier precio, digan lo que digan, lo único que no podemos es perder el poder’. Digan lo que digan, hagamos lo que tenemos que hacer, el precio más elevado sería perder el poder. Habrá Frente Sandinista hoy, mañana y siempre».

La entrevista ayuda a entender dos cosas. Primero, la naturaleza del régimen de Ortega desde 2007, que se ha empeñado en cooptar (y cuando fuese necesario, desmantelar) las instituciones democráticas del país, y que también se ha dispuesto a vaciar el contenido ideológico del FSLN, abandonando la promesa de redistribución de la riqueza y de progresismo social con el fin de tomar y preservar el poder. En otras palabras, Ortega ha preferido convertir al FSLN en una fuerza de derecha antes que permitir el retorno de «la derecha». Durante más de una década, esta mentalidad ha permitido que la familia Ortega -él es presidente y su esposa Rosario Murillo, la vicepresidenta- construyera un fuerte consenso autoritario en Nicaragua, con el apoyo tácito de los antiguos enemigos «contrarrevolucionarios» de los años 80.

Pero en 2018 una explosión de indignación popular –así como la sangrienta represión posterior– pulverizó el consenso autoritario y desequilibró al régimen. En segundo lugar, las palabras del comandante Borge ayudan a explicar por qué, a pesar del enorme deterioro socioeconómico y aislamiento internacional que acompañó el estallido de 2018, es probable que Ortega y Murillo se perpetúen en el poder este año. Bajo su mandato, el gobierno de Nicaragua ha desarrollado una especial voluntad y capacidad represiva, en proporciones que no hemos visto en América Latina desde la caída de las dictaduras anticomunistas de los años 60 y 70.

Desde la crisis de 2018, muchas cosas han cambiado en Nicaragua, pero otras permanecen igual. De cara a las elecciones programadas para noviembre de 2021, la previsible victoria de Ortega será fruto de unas «elecciones autoritarias» en las que el régimen controlará las reglas del juego. Buscando evitar el más mínimo riesgo, o quizás con el propósito de desafiar a la comunidad internacional, el orteguismo ya ha inhibido, enjuiciado y encarcelado a los principales aspirantes opositores a la Presidencia. Ante la problemática nacional y su probable prolongación, ¿por qué no ha podido la oposición nicaragüense crear una alternativa y contrapeso al FSLN, ahora hegemonizado completamente por la familia Ortega-Murillo? Esta última cuestión es la que se debate en este artículo, en el que primero se contextualizará la naturaleza del régimen y su «reconsolidación» después de la crisis política de 2018; posteriormente se señalará la naturaleza de la oposición, con los pasivos y errores que arrastra y, finalmente, se expondrá cuál es el escenario que se prevé para el día después de las elecciones de noviembre de 2021.

El orteguismo (2007-2018): del consenso a la crisis

Desde 2007 hasta 2018, Daniel Ortega articuló un régimen que –a pesar de su retórica revolucionaria– combinaba una alianza informal con las elites económicas –el Consejo Superior de la Empresa Privada (COSEP)– y las elites religiosas –iglesias católica y evangélicas–, a la par que impulsó políticas sociales focalizadas para paliar la situación de pobreza extrema –sin combatirla sustancialmente– en la que está sumida la mayor parte de la población del país, sobre todo en el ámbito rural. Apoyado en esta triple alianza y con el control absoluto sobre el FSLN, Ortega rápidamente cooptó las instituciones del país, incluyendo todos los poderes del Estado y también las fuerzas de seguridad, especialmente la Policía Nacional.

El trueque autoritario del orteguismo –promesa de estabilidad a cambio de control político– se extendió también al ámbito internacional. Frente a sus antiguos oponentes en Washington, Ortega se vendió como un estable y efectivo socio –en especial en comparación con sus caóticos vecinos en el llamado Triángulo Norte– en la lucha contra el narcotráfico y la migración en dirección al Norte.

Respecto de la alianza con la gran empresa, cabe destacar que el gobierno no cambió el modelo productivo heredado de tres lustros de desarrollo neoliberal, ni en el agro ni en los servicios. Cuando Ortega fue elegido presidente en 2006, el gran capital del país temía una restructuración al estilo Chávez. Por el contrario, gracias a la inserción del país en la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba) en 2007, los grupos económicos más poderosos pudieron usufructuar créditos blandos y expandir sus mercados durante más de una década. En cuanto a la entente con las iglesias, se destacó el discurso que Ortega repitió desde la campaña de 2006, que calificaba a Nicaragua como «cristiana, socialista y solidaria». Pero esta posición no fue solo discursiva, sino que el mismo régimen ayudó a impulsar una de las legislaciones sobre el aborto más retrógradas del continente (criminaliza incluso el aborto terapéutico, derecho protegido no solo por la Revolución Sandinista, sino también por la anterior dictadura de los Somoza).

En lo que atañe al apoyo de los sectores populares, cosa difícil de medir en un contexto autoritario, el gobierno creó una amplia red clientelar a través de programas de transferencias (generalmente en especies) gestionados desde el aparato partidario del FSLN, que se solapó con la administración del Estado. Este aparato, en un inicio, se organizó en todo el territorio a través de los Consejos de Poder Ciudadano (CPC), que tenían un claro componente político-partidario y posteriormente se transformaron en los Gabinetes de Familia (GF) y adquirieron un perfil más institucional. Con todo, tanto los CPC como los GF han sido órganos que suponían, además del último eslabón en la implementación de políticas de asistencia social, un mecanismo de control partidario de naturaleza clientelar y movilizadora a lo largo de todo el territorio nicaragüense.

El régimen gozó de una notable estabilidad durante más de una década. Con el tiempo, las arbitrariedades (incluido un fallo judicial para permitir la reelección inconstitucional de Ortega en 2011) fueron creciendo. Pero a pesar de ello, las alianzas del FSLN con partidos de oposición –en especial, el Partido Liberal Constitucionalista del ex-presidente Arnoldo Alemán–, la empresa privada y las instituciones eclesiásticas se fueron cristalizando. Y aunque las sucesivos gobiernos estadounidenses recortaron las ayudas, mostraron poco interés en agitar las aguas en Nicaragua. Por su combinación de prudencia macroeconómica y programas paliativos, Ortega se convirtió en consentido del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, cuyos funcionarios no se preguntaron si el crecimiento económico conllevaba además el acoso a los disidentes, el desmantelamiento de las instituciones o la articulación de un proyecto dinástico.

La sociedad nicaragüense, sin embargo, pasó la factura en 2018, cuando miles de jóvenes salieron a las calles a protestar.

Al inicio, las movilizaciones se centraron en la denuncia del malestar que provocaban las reformas del sistema de pensiones y la mala gestión gubernamental ante los incendios en la reserva de biosfera de Indio Maíz, pero rápidamente se sumaron diversos colectivos que impugnaron al régimen en su totalidad, por su carácter arbitrario, represivo y corrupto. Con ello, las elites que habían pactado con Ortega ignorar la gobernanza democrática a cambio de estabilidad vieron cómo el sueño de la paz social tocaba a su fin. Al final, la estabilidad que se compró fue muy volátil y se pagó muy cara, con la erosión de las instituciones y las normas necesarias para garantizar la paz a largo plazo.

La crisis de 2018 puso a prueba la estabilidad del régimen y sacudió la base histórica del Frente Sandinista. En lugar de gestionarla mediante concesiones o un auténtico proceso de diálogo con los nuevos grupos, el gobierno la empeoró, optando por la estrategia de represión. La «operación limpieza» –término prestado de la época de los Somoza– funcionó, en el sentido de que se eliminaron los tranques y barricadas. Pero además del terrible costo humano –más de 300 muertos, según el conteo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), centenares de presos políticos y miles de exiliados, la mayoría a Costa Rica–, la recuperación del control territorial implicó un costo político para el régimen. Fue este el contexto en el que se rompió la coalición informal entre el gobierno, las elites económicas y las iglesias, que se posicionaron en contra de la reacción violenta, que ya no podía seguir presentándose como garante de la estabilidad y de la paz.

Sin embargo, la crisis no supuso la caída del FSLN. Muchos esperaban que Ortega se fuera, tal como ocurrió con 15 presidentes en nueve países de la región entre 1992 y 2016. Pero si bien en la crisis de 2018 existieron algunos factores presentes en otros episodios de caídas presidenciales –la recesión económica, escándalos de corrupción, manifestaciones masivas, etc.–, el alto grado de control de la institucionalidad por parte de las fuerzas gobernantes contuvo el colapso del sistema. En este caso, el control se materializó en el uso (y abuso) de la fuerza por parte de la Policía Nacional –además de grupos parapoliciales– para eliminar las protestas de forma violenta. Otro elemento central en la crisis fue el papel del Ejército, que si bien se negó a participar directamente en la represión, cedió el espacio a esos grupos.

Otro elemento explicativo de las caídas presidenciales es la actitud del Ejecutivo ante las protestas. En este caso, el presidente, el FSLN y sus organizaciones afines nunca cedieron. Así, los medios oficialistas acusaron de vándalos y terroristas a quienes habían salido a las calles y anunciaron que la crisis sería el comienzo de la «tercera fase» de la revolución popular sandinista, a partir de la participación de las bases leales, la depuración de los arribistas y la cancelación de las alianzas tácticas con las jerarquías eclesiásticas y empresariales. Con el argumento de que las protestas eran parte de un «golpe de Estado encubierto» de la derecha y Estados Unidos, el gobierno ignoró el clamor opositor por elecciones anticipadas.

Con el tiempo, el gobierno logró repeler esta y otras demandas de apertura democrática. Mientras el orteguismo reagrupaba a su base, la coalición opositora de 2018 se desarticulaba. La crisis sanitaria del covid-19 reforzó ambas tendencias, pues el gobierno aprovechó para implementar nuevas leyes represivas, y el antiorteguismo desaprovechó una oportunidad para configurarse como alternativa responsable –y cohesionada– a las políticas negacionistas y erráticas de las autoridades. Ese es el contexto para el actual proceso preelectoral que se está dando de cara al voto programado para el 7 de noviembre.

¿Quién se opone al FSLN?

Queda claro que el régimen de Ortega resistió el embate opositor gracias a su control de las instituciones y al uso de la fuerza. Pero su permanencia también se debió en parte a la naturaleza de la oposición y a las decisiones que tomó su fragmentada dirigencia. Los antiorteguistas no han podido (por la feroz represión) ni sabido (por su propias limitaciones) crear un contrapeso a la dictadura.

Primero, porque la oposición que surgió a raíz de la crisis de 2018 fue una coalición negativa amplia pero poco cohesionada. Las manifestaciones, autoconvocadas al margen de liderazgos u organizaciones existentes, dieron cuenta de una gran pluralidad de sensibilidades ideológicas e intereses sectoriales. Aunque los universitarios de Managua detonaron la explosión social, en pocos días se sumaron jóvenes de todos los estratos, sociedad civil, movimientos sociales y organizaciones campesinas. La Iglesia católica y los empresarios del sector privado también apoyaron el reclamo de apertura democrática, que juntó a un sandinismo disidente, que veía a Ortega como traidor a la causa, con un antisandinismo que siempre concibió la Revolución de 1979 como una tragedia nacional.

El desdén y el descrédito compartido por el régimen permitió que se suprimieran diferencias ideológicas y conflictos de interés, pero con el tiempo, las exigencias de la crisis social –sumada a la crisis sanitaria por la pandemia– atentaron contra la cohesión de esa coalición informal, multiclasista y plurisectorial. En cualquier caso, una cosa es la protesta en la calle y otra muy diferente la competencia en la arena electoral. Las dos principales organizaciones surgidas a raíz del estallido –Alianza Cívica (AC) y Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB)– no lograron convertir la energía callejera en moneda para negociar reformas claves, ni pudieron convertirse en vehículo electoral o fuerza política.

Este fracaso también se explica en gran medida por la propia naturaleza de la oposición, cuya capacidad para convertirse en alternativa de gobierno siempre ha sido condicionada por los mismos procesos de desdemocratización que aferraron a Ortega al poder. El debilitamiento del sistema de partidos políticos creado a partir de la transición de los años 90 sigue jugando un papel central. Al ser absolutamente controlado por la familia gobernante, el Consejo Supremo Electoral le permite al orteguismo elegir quién puede participar en la competencia electoral y quién no. Esto, a su vez, le da poder de veto sobre los procesos de unidad en la oposición, pues el gobierno amenaza con cancelarle la personería jurídica a cualquier partido político que decide tensionar las reglas del juego.

También el peso desproporcionado de la empresa privada en el entorno opositor es un factor importante de su inoperancia. Antes de 2018, eran los grandes empresarios los principales interlocutores con el FSLN y el resto de organizaciones políticas y de la sociedad civil. Posteriormente, a pesar de que este «modelo de diálogo y consenso» quedó caduco, la lógica no ha cambiado: la empresa continúa teniendo una relación privilegiada, siendo para todos los efectos la única fuerza que ha sido invitada a mesas de diálogo con el gobierno desde la crisis. En los últimos tres años, las fuerzas opositoras más cercanas a la sociedad civil y a los movimientos sociales han acusado al sector privado de estar más interesado en mantener esa posición preeminente que en formar parte de un único y robusto bloque opositor en favor de la democracia. Lo expuesto también da cuenta de la paradoja de que los grandes empresarios y los partidos políticos legales que exigieran un cambio de régimen en 2018 estuviesen dispuestos a aceptar condiciones electorales vergonzantes a inicios de 2021.

Tampoco ha ayudado la falta de una oferta política lúcida por parte del universo antiorteguista. Yuxtaponiéndose con el autoritarismo de Ortega, casi todos los grupos de la fragmentada oposición enarbolan la promesa de un «retorno» a la democracia liberal, un reclamo con poco calado en un país que nunca ha tenido un sistema democrático duradero ni una cultura política cívica, y donde casi ninguno de los derechos que aparecen en la Constitución son efectivos.

A pesar de ello, la oposición recurre con cierta nostalgia al intento de construcción de un sistema democrático-liberal que se dio en 1990 después de las elecciones que finiquitaron la Revolución Popular Sandinista. Cristiana Chamorro, quien se había perfilado como la candidata con mayores capacidades para unificar a la oposición –hasta que el gobierno le dictara prisión preventiva por supuesto «lavado de dinero» en la ONG que dirige– ha hecho uso efectivo de la memoria de su madre, Violeta Barrios de Chamorro, vencedora de Ortega en aquella ocasión. El valor de este recurso es evidente: en 1990, la democracia electoral sirvió como herramienta para poner fin a una espantosa guerra civil apoyada desde el exterior. Pero es un arma de doble filo. Con la democracia representativa y expandidas libertades individuales se impulsaron duras políticas de austeridad y ajuste que borraron varios derechos económicos y sociales defendidos durante la década revolucionaria. Tampoco se atendieron los traumas rezagados del conflicto armado.

Los resultados socioeconómicos de las tres administraciones posrevolucionarias (1990-2006) supusieron un crecimiento con desigualdad y estratificación, a la vez que introdujeron un imaginario de ostentación privada y consumismo opuesto al relato igualitarista y estatista de la década sandinista. Al obviar las condiciones socioeconómicas que acompañaron la transición de los años 90, la oposición ignora que esa misma institucionalidad liberal sirvió como caldo de cultivo para la oferta autoritaria del orteguismo.

La propuesta debe ir más allá de la defensa de la democracia, pero también brilla por su ausencia un mensaje socioeconómico coherente por parte de la oposición, con el que pueda sintonizar la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas nicaragüenses que viven en la pobreza o que dependen de instituciones estatales. Es indispensable, pero insuficiente, reclamar justicia por los crímenes perpetrados durante la represión, ya que las encuestas demuestran que el desempleo y la inseguridad son las preocupaciones centrales de la población nicaragüense. Ningún nicaragüense sabe cómo una alternativa democrática a Ortega gestionaría las ganancias del crecimiento económico de manera diferente, pues el mismo liderazgo empresarial que ahora forma parte de la oposición fue arquitecto y gestor de la política macroeconómica bajo el sistema autoritario de la última década.

Mientras tanto, la propaganda orteguista insinúa que con el retorno de la «derecha» se cancelarían las políticas sociales focalizadas existentes que, a pesar de ser mejorables y clientelistas, representan una ayuda significativa para centenares de miles de nicaragüenses. Aquí, la memoria de la transición democrática coadyuva con el discurso oficial: el recuerdo de las privatizaciones, los despidos de trabajadores públicos, la jibarización de la inversión pública durante las administraciones de Arnoldo Alemán y Enrique Bolaños y la retirada del Estado en zonas rurales y periféricas es aún traumática para muchos.

En general, el gran problema de la oposición antiorteguista es que no ha sido capaz de apelar a una identidad común en función de un proyecto positivo. Al contrario, algunos sectores de la oposición han intentado movilizar a la población a partir de un antisandinismo instintivo y visceral, y a menudo torpe, ya que buena parte de la insurrección cívica de 2018 procedió de nicaragüenses con raíces o incluso historia de militancia en el sandinismo de los 80, e incluyó también a orteguistas que abandonaron el régimen a raíz de su carácter represivo. En este sentido, es complicado armar un discurso mayoritario si se criminaliza (y no integra) la identidad «sandinista» que, de lejos, es la más extendida del país. Además, el discurso antisandinista furibundo reditúa a Ortega porque, al posicionarlo como referente único del sandinismo, favorece su consolidación dentro del partido, en vez de fraccionarlo. La polarización (alimentada por el revanchismo) favorece a Ortega y confirma su discurso.

La oposición se ha mostrado, además, excesivamente dependiente de la comunidad internacional. Los gobiernos extranjeros y las organizaciones internacionales pueden presionar a Ortega, dar oxígeno a la sociedad civil y aminorar hasta cierto punto el clima de represión, pero no pueden resolver los problemas de fondo ya descritos. Un creciente régimen de sanciones liderado por Estados Unidos y la Unión Europea ha sofocado algunas vías de financiamiento internacional del gobierno, pero no ha resultado en concesiones democráticas o efectos positivos para los ciudadanos. Y cuando la oposición celebró las sanciones, el discurso orteguista ha podido alimentar su apelación a la soberanía nacional y al orgullo patrio.

Así, mientras el antiorteguismo se atomiza en múltiples rencillas, Ortega vuelve a componer su base política a partir de un relato «articulado» de lo sucedido en 2018, apelando a la tesis de un «golpe blando». Con ello la propaganda del FSLN proyecta una visión trágica y caótica de lo que sucedería si fuera despojado del poder y enarbola un discurso anti-antisandinista, a la par que apela a una supuesta «reconciliación y paz social» y al nacionalismo antiimperialista. Así las cosas, según la última encuesta realizada por CID-Gallup, el FSLN mantiene un apoyo de 25% de los votantes, mientras que ninguna formación opositora llega ni a 5%. La mayoría de la población, desilusionada o enfocada en sobrevivir, no simpatiza con ningún partido político.

Las elecciones de noviembre: ¿perpetuación en el poder?

Con todo y la debilidad de la oposición, la dictadura de Ortega ha estado a la ofensiva. A inicios de 2021, el antiorteguismo estaba dividido en dos bloques: la Alianza Ciudadana, cercana al llamado «gran capital» nicaragüense, y la Coalición Nacional, más cercana a la sociedad civil y compuesta por una extraña amalgama de partidos políticos, movimientos sociales y agrupaciones opositoras surgidas en 2018. Entre los dos había al menos diez aspirantes a la Presidencia. Mientras los grupos opositores se atacaban entre sí, la Asamblea Nacional (bajo el control del FSLN) impulsó una serie de reformas, que además de suponer un mayor control del gobierno sobre las elecciones, criminaliza a la disidencia y a la sociedad civil bajo diversos delitos, entre ellos «traición a la patria» y «lavado de dinero». A medida que se han ido acercando las elecciones, el nuevo marco legal ha sustentado una verdadera cacería de disidentes. Ahora los cuatro candidatos más visibles de la fragmentada oposición –Cristiana Chamorro, Juan Sebastián Chamorro, Arturo Cruz y Félix Maradiaga– están detenidos, junto con otros dirigentes del empresariado y la sociedad civil. Sumada a la reacción violenta contra las manifestaciones de 2018, se trata de la oleada represiva más grave en América Latina desde las transiciones a la democracia de hace tres décadas.

El contexto para la crisis nicaragüense no puede ser más favorable a los intereses de Ortega, ya que coincide con una regresión autoritaria en la región, especialmente en Centroamérica. Muestra de ello es el desprecio del presidente nicaragüense a varios organismos internacionales –entre ellos la Organización de Estados Americanos y la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas– que han exigido la liberación de los presos políticos. Las discrepancias internas dentro del sistema interamericano, evidenciada en la reacción a la crisis boliviana de hace un año, tampoco hace fácil un esfuerzo multilateral para encontrar una salida negociada.

«¿Se puede hablar de elecciones justas, libres y transparentes en Nicaragua?», se pregunta recientemente Sergio Ramírez. «Los hechos lo niegan», responde. El problema de las democracias imperfectas de Latinoamérica es que, aunque los votos se cuenten de manera transparente, los problemas socioeconómicos de fondo siguen sin resolverse. Por eso, en parte, las instituciones van perdiendo credibilidad. Pero en Nicaragua es peor, pues los votos no se cuentan y los electores no tienen la capacidad, como en otros países, de «corregir el rumbo».

En Nicaragua no existe la posibilidad de competir por el poder a través de las urnas, pero eso no significa que sea irrelevante el proceso electoral de las elecciones de noviembre. Lo que está en juego es la legitimidad de las gobernanzas autoritarias y democráticas, así como el imaginario de las opciones políticas en liza. La perpetuación de Ortega va a suponer la impunidad por los «crímenes de lesa humanidad» identificados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en la crisis de 2018 y la certeza de nuevas violaciones a los derechos humanos. Queda por ver si en su probable cuarto mandato consecutivo Ortega logrará transitar hacia un nuevo modelo de estabilidad autoritaria, reforzando un sistema político sin ningún tipo de rendición de cuentas. Por otra parte, es imposible saber si a corto plazo se generarán renovadas condiciones para otro estallido social aunque, como nos demuestra la historia, las dictaduras dinásticas siempre terminan desembocando en un callejón sin salida.

*Es catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Girona e investigador asociado de la Fundación CIDOB-Barcelona. Entre sus libros se incluye Ciencia política. Un manual. Nueva edición actualizada (en coautoría con Josep María Vallès, Ariel, Madrid, 2015).
**Doctor en Historia por la Universidad de Harvard. Actualmente es profesor de la Universidad Chapman (Orange, California). Su obra de investigación analiza el impacto de las revoluciones del siglo XX –especialmente la Revolución Sandinista (1979-1990)– en debates mundiales sobre desarrollo, democratización y relaciones internacionales.

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