Ecuador | ¿Entre progresistas e indígenas? – Por Juan J. Paz y Miño Cepeda

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.Por Juan J. Paz y Miño Cepeda

Hasta mediados del siglo XX, la población indígena del Ecuador era mayoritaria. Sin embargo, el censo de 2001 encontró que se autodefinían como indígenas el 6.8% (830.418 personas) de una población nacional de 12’156.608 habitantes (https://bit.ly/3pzZsRf); mientras el censo de 2010, también por autodefinición de las poblaciones, encontró que se consideraban indígenas el 7.06% de un total de 14’483.499 habitantes (https://bit.ly/2NEPTTX), con mayoría en la Sierra (70%) y la Amazonía (20%), pero no en la Costa. Son cifras oficiales pero irreales, tanto como las que sobrevaloran a la población indígena suponiendo que supera el 30% de los habitantes.

En todo caso, a raíz de la fundación de la FEI (1944), la historia contemporánea del movimiento indígena arranca con las nuevas organizaciones: ECUARUNARI (1972), CONAIE (1986) y otras, el primer levantamiento nacional de 1990 y la creación de Pachakutik (1995). Se constituyó en el movimiento mejor organizado del país, capaz de movilizarse por la defensa de sus derechos e intereses y claramente unificado en torno a la causa común de la identidad como pueblos y nacionalidades. Pero otra es la situación que se presenta al incursionar el movimiento en la vida política, pues sus dirigentes, líderes o candidatos se ven involucrados en otro tipo de dinámicas que no tienen que ver necesaria ni exclusivamente con las reivindicaciones étnico-culturales.

La votación por el binomio Yaku Pérez/Virna Cedeño (19.38%) es, en esencia, el reconocimiento al movimiento indígena y su historia de resistencias, que en octubre de 2019 volvió a manifestarse contra el modelo empresarial-neoliberal, luchó por intereses nacionales y sufrió la brutal represión que continuó, de inmediato, con la judicialización de sus principales dirigentes. Hubo también el reconocimiento a la responsabilidad con la cual las comunidades asumieron medidas de prevención ante la pandemia del Coronavirus, creando incluso redes para el abastecimiento de alimentos a las poblaciones urbanas. Captó a diversos sectores afectados con las políticas del gobierno de Lenín Moreno. Logró expresar a quienes están en desacuerdo con el extractivismo. Todo ello explica el triunfo en la mayoría de provincias de la Sierra y en la Amazonía. Por tanto, no hubo solo un voto comunitario, sino de distintos sectores ciudadanos que se identificaron con las posiciones que, a su momento, supieron asumir Pachakutik, la CONAIE y sus organizaciones. Pero también se incluyó el apoyo de aquellos grupos políticos de la izquierdosidad, que han privilegiado el anti-correísmo.

Algo comparable ocurrió con el voto por Andrés Arauz/Carlos Rabascal (32.72%): allí se expresó un sector político (el “correísmo”) que durante los últimos cuatro años ha sido perseguido y criminalizado con el apoyo o auspicio de las más poderosas fuerzas contemporáneas (gobierno y aparatos de Estado, elites empresariales, derechas económicas y políticas, medios de comunicación convertidos en voceros de esos intereses, imperialismo), que también fue víctima de la represión en octubre 2019 al unirse al movimiento indígena y que incluso fue acusado de ser el protagonista exclusivo de la “violencia” de aquellos días, y cuya candidatura, además, trató de ser proscrita por el mismo organismo electoral conformado por personas adversas al “correísmo”. Los votantes, una amplia y compleja convergencia de diversos sectores sociales del progresismo y la nueva izquierda, incluyen a pequeños y medianos empresarios, sectores populares, de trabajadores y capas medias, afectados en sus condiciones laborales y de vida por el gobierno de Lenín Moreno y desesperados ante su indolente, ineficaz y corrupta atención a la pandemia durante el 2020. Pero también se unieron líderes y bases indígenas. De manera que todos coincidieron en expresarse contra el gobierno y la persecución desde el Estado, rechazan el modelo empresarial-neoliberal y anhelan una sociedad democrática, equitativa, justa y sin privilegios para las elites.

Sin embargo, por sobre las acciones polémicas, las individualidades involucradas o las coyunturas electorales, reiteradamente los dirigentes y las organizaciones enfatizan en el proyecto político del movimiento indígena. Después del levantamiento de octubre 2019, circuló el documento “Minga por la vida. El Parlamento Plurinacional de los Pueblos, Organizaciones y Colectivos Sociales del Ecuador al Pueblo Ecuatoriano” (https://bit.ly/3quugUR), asumido como la magna obra programática (y casi como única propuesta válida y verdadera para todo el país), si se atiende al tono, las argumentaciones y conceptos bajo los cuales ha sido escrito. En estricto rigor, allí se integran concepciones y propuestas que no son ni exclusivamente indígenas, ni constituyen una novedad. Buena parte de lo que está en la “Minga” son propuestas igualmente formuladas por otros sectores sociales y políticos del amplio espectro del progresismo ecuatoriano, por instituciones internacionales (la Cepal, por ejemplo) e incluso por diversos académicos. Coinciden con las propuestas y experiencias de las economías sociales. De manera que las soluciones más “estructurales” del documento “Minga”, tanto para afrontar la crisis del Coronavirus, como para ser tomadas en el mediano y en el largo plazo, son comunes a las aspiraciones que movilizan a la mayoría de ecuatorianos democráticos y progresistas: seguridad social universal (y fortalecimiento del IESS), trabajo digno, salud y medicina sociales, política fiscal redistributiva de la riqueza, crédito productivo, renta básica universal, economía familiar y ciudadana, trabajo femenino, vivienda digna, remuneración para trabajadoras en el hogar, cuidado a sectores vulnerables, buenos salarios, soberanía alimentaria, precios justos, educación general, fortalecimiento de organizaciones, cambio de la matriz energética, promoción de las economías populares y comunitarias, defensa de los derechos individuales, laborales y colectivos, fortalecimiento de los GAD (gobiernos autónomos descentralizados), planificación económica y afirmación de las capacidades del Estado, control estatal de una serie de recursos, bienes y servicios, lucha contra la corrupción. Desde luego, hay algunos asuntos de particular relevancia para los sectores indígenas como la “educación bilingüe intercultural”, que no aplica a la población montubia ni a la afrodescendiente, o las identidades comunitarias agrarias y rurales, muy distintas a las que movilizan e interesan a la mayoritaria población urbana que tiene el país. Además, tampoco son exclusivamente indígenas las reivindicaciones sobre el medio ambiente (y el sentido de relación con la Pachamama), el rechazo al “extractivismo” (minero, petrolero, agroindustrial), a las privatizaciones, a la flexibilidad laboral, al neoliberalismo, a los TLC y, en general, al “sistema capitalista, patriarcal y colonial”. El documento incluso se queda corto en otros temas: no se abordan las relaciones con América Latina, no se formula alguna posición sobre la geopolítica en el mundo internacional ni la denuncia de las políticas imperialistas. Es un programa en el que predomina la visión localista y nacional, con particulares asuntos sobre la coyuntura creada por la pandemia. Y, por tanto, es un documento que constituye otra fuente de importancia para el debate nacional y la búsqueda de soluciones para el país. Pero tampoco es una propuesta de obligada aceptación por todos los que anhelan cambios y transformaciones sociales.

Atendiendo al documento “Minga” y, sobre todo, a los planteamientos del movimiento indígena en otros documentos, declaraciones y posiciones asumidas en su historia contemporánea, los puntos de específica reivindicación frente al resto de la sociedad nacional se hallan en tres asuntos centrales: 1. La identidad étnico-cultural de las nacionalidades y pueblos, que inquiere por el reconocimiento y respeto a su historia, la cosmovisión, los saberes propios, ritualidades, costumbres y tradiciones; 2. La autonomía y soberanía gubernamental, organizativa, administrativa y judicial de esos pueblos y nacionalidades; 3. La territorialidad ancestral. Si bien la sociedad ecuatoriana reconoce la identidad propia del mundo indígena (a pesar del clasismo y el racismo que todavía suelen aparecer), tanto la autonomía gubernativa, como la territorialidad ancestral, generan polémicas de diverso alcance (incluye a las esferas académicas) y es indudable que su manejo ha llevado a confrontaciones con el Estado, con los gobiernos e incluso con otros sectores sociales que cuestionan asuntos como la “justicia indígena” que utiliza castigos corporales y que, por tanto, contradice los derechos humanos “occidentales”. Pero, en conjunto, igualmente contraponen un “modelo de desarrollo” local y eco-comunitario a los paradigmas del desarrollo basados en el progreso material, la modernización científico-técnica, la industrialización tecnológica, la urbanización acelerada y la internacionalización de las economías latinoamericanas.

Como puede advertirse, son más las coincidencias económicas y sociales que las diferencias entre el movimiento indígena y la visión que los sectores progresistas, democráticos y de nueva izquierda tienen con respecto a la marcha del país y a las soluciones que es posible adoptar. Sin duda, el abismo que existente es con el pensamiento y la posición de las derechas económicas, políticas, mediáticas e ideológicas (Guillermo Lasso obtuvo el 19.74% de los votos).

En este momento resultaría una simple especulación tratar de establecer cómo se comportarán, en la segunda vuelta del 11 de abril, los electores que pertenecen a los distintos pueblos y nacionalidades indígenas. Aun así, es indudable que los proyectos históricos del progresismo ecuatoriano (que tampoco se reduce al “correísmo”) así como del movimiento indígena, bien podrían converger, en el futuro y con aguas más tranquilas y objetivas, en un frente social que privilegie el definitivo entierro del modelo empresarial-neoliberal y oligárquico, para edificar un nuevo Estado con poder popular.


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