La crisis no es natural

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A partir de mayo, el crecimiento acelerado del número de enfermos y fallecidos, así como la amenaza del colapso de los sistemas de salud en muchos países dan cuenta de la dimensión sanitaria de una crisis que afecta especialmente a los sectores populares. Ejemplo de ello es lo que sucede en Brasil, Chile, Perú, Panamá, República Dominicana, Ecuador y Bolivia donde el número de contagios supera, en algunos casos por varias veces, los 2.000 por millón de habitantes. En este contexto, Brasil alcanzó a fines de mayo uno de los primeros lugares a nivel mundial por cantidad de infectados y a fines de junio es el segundo país, luego de los EE.UU., en número de fallecidos y enfermos. A su vez, la migración de República Dominicana a Haití intensificó la propagación de los contagios y amenaza con una catástrofe humanitaria.

No se trata de una maldición natural o fruto de una determinación biológica. No solo porque la emergencia de esta pandemia —y de todas las vividas durante el siglo XXI— está vinculada con los procesos de producción industrial de alimentos y de destrucción de selvas y bosques nativos característicos del capitalismo neoliberal. Sino también porque la transformación de la pandemia en crisis sanitaria y humanitaria tiene que ver con las políticas públicas y la orientación de los gobiernos, así como también con los recursos sociales, institucionales e históricos con los que cuentan los pueblos.

La covid-19 llegó a Nuestra América en un contexto en el que ya se ponía en cuestión la ola de políticas neoliberales que venía desplegándose desde 2015 y que promovió programas de ajuste, privatización y reformas regresivas que significaron un crecimiento de la pobreza, la precarización y la desigualdad, así como el desmantelamiento de los sistemas de salud pública. En los últimos años, se redujo en casi todos los países tanto el presupuesto destinado a este área, como las condiciones y remuneraciones de sus trabajadorxs. Incluso en Argentina, en 2018, se eliminó el Ministerio de Salud, transformándolo en Secretaría de Estado, como parte del proceso de ajuste comprometido por el gobierno anterior con el FMI. Estas políticas reactualizaron, tras la derrota de muchas de las experiencias progresistas vividas en la región en la década de los 2000, las terribles consecuencias sociales que trajeron las diferentes olas neoliberales sufridas en Nuestra América desde la década de 1970.

La crisis actual, por lo tanto, no es un evento aislado o anómalo. Arroja luz sobre el fracaso y la incapacidad del neoliberalismo para lidiar con una crisis sanitaria antigua causada por el mismo. Fueron las condiciones propias del neoliberalismo las que desencadenaron esta crisis; no una serie inevitable de acontecimientos externos. La extensión del virus demostró también el absoluto fracaso de las políticas neoliberales para afrontar la pandemia. No es casualidad que los países que padecen las peores consecuencias del virus cuenten con gobiernos alineados con el proyecto neoliberal y donde se desoyeron las recomendaciones de la OMS. El caso más dramático resulta ser la situación en Brasil, donde el gobierno de Jair Bolsonaro menospreció la epidemia e hizo campaña permanente a favor de mantener la actividad económica sin restricciones convirtiendo a ese país en uno de los centros mundiales de la pandemia.

En contraposición, allí donde gobiernan coaliciones progresistas o donde se han respetado en mayor medida las recomendaciones de la OMS, la situación sanitaria presenta un panorama menos dramático. Particularmente, en Argentina, con una cuarentena prolongada y un creciente fortalecimiento del sistema de salud —incluso con el desarrollo local de tests por el sistema científico público nacional— y en Cuba, con un sistema público de salud reconocido por su calidad y con la adopción de las políticas de aislamiento social selectivo, testeos y el ejercicio de una medicina de proximidad, popular y territorial. En la misma dirección, la experiencia venezolana muestra una de las tasas más bajas de contagios y fallecidos por número de habitantes, en un contexto de extremo bloqueo comercial, financiero y mediático y bajo la amenaza permanente de la guerra híbrida impulsada por EE. UU., que auguraba sumar una crisis sanitaria a las dificultades económicas que justificara la intervención externa.

La pandemia precipitó a su vez una profunda recesión económica global, de la que Nuestra América está lejos de ser ajena. Las estimaciones de los organismos regionales e internacionales anuncian la peor contracción económica a nivel regional desde 1930 con una caída del PIB en 2020 estimada en abril en 5,3% (CEPAL, 2020a) y a fines de junio, en 9,4% (FMI, 2020).

El crack económico afecta particularmente a aquellos países, regiones y sectores más dependendientes de las exportaciones de petróleo, gas y minerales (donde más se ha sentido la caída de los precios internacionales de los bienes naturales); del turismo y las remesas de los migrantes; de los flujos financieros globales (la economía brasileña ha sido de las más afectadas por esta salida de capitales); y de la participación en el comercio mundial y de las cadenas de producción globales. En lo inmediato, además de la recesión y la salida de capitales, los pueblos se han visto afectados por la devaluación de gran parte de sus monedas y, en algunos países, por las dificultades de un abultado endeudamiento externo (Katz, 2020). Pero esta debacle no es una tormenta inesperada que irrumpe en un día soleado. Los países de América Latina y el Caribe vienen de sufrir casi siete años de bajo crecimiento económico, acentuado en el contexto de la ofensiva neoliberal que se despliega en la región desde 2015.

Esta realidad agudiza los impactos sociales del quiebre económico y, ciertamente, las disputas sobre cómo se distribuyen los costos que implica enfrentar y tratar la pandemia (ver el Informe N° 7 del Observatorio de América Latina). Las previsiones de los organismos internacionales estiman para 2020 un sustantivo incremento del desempleo. Según la CEPAL, crecerá al menos 3,4 puntos porcentuales desde el 8,1% registrado para 2019, para ubicarse en el 11,5% lo que implica alrededor de 37,7 millones de personas desempleadas más. Se prevé también un crecimiento de la pobreza —de 4,4 puntos porcentuales en su estimación media, según la CEPAL— afectando al 34,7% de la población (CEPAL, 2020b). Este aumento de la pobreza significaría un retroceso a la realidad imperante a inicios de siglo, antes del ciclo de gobiernos progresistas. En igual dirección, el Programa Mundial de Alimentos de la Naciones Unidas ha advertido que cerca de 14 millones de personas podrían sufrir de hambre e inseguridad alimentaria este año (PMA, 2020).

Durante 2019, el casi nulo crecimiento económico a nivel regional, conjugado con las reformas neoliberales, abrió en Nuestra América un escenario de conflictos y desplome de la credibilidad de los gobiernos. Si bien la situación de emergencia actual tendió a reforzar inicialmente en muchos casos la autoridad presidencial, la grave situación de la salud pública y la profundidad del ajuste social interrogan sobre la acentuación de la crisis de legitimidad del neoliberalismo.


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