La paz impotente de Colombia
Por Mariano Pablo Colombo*
La sensación de asunto terminado que pareció transmitir el premio Nobel de la Paz 2016, fue mutando progresivamente a la de un recuerdo enrarecido. Podría plantearse en otras palabras, que aquella imagen del ex presidente colombiano Juan Manuel Santos recibiendo el prestigioso galardón, luego se re-significó de acuerdo a la dinámica de un proceso de conflictividad compleja en su estructura y longeva en su historia.
Una observación no menor es que la distinción del comité noruego, estuvo destinada sólo a la representación máxima de una de las dos grandes partes que trabajaron para llevar a cabo las negociaciones en La Habana durante cuatro años. Se puede analizar que aquel Nobel, fue producto de una valoración recortada del proceso de compleja negociación, con una explícita exclusión de la representación de las FARC. Con el correr de los meses, ese llamativo recorte obró simbólicamente como anuncio de problemas de magnitud para la implementación y sostenimiento de la paz.
Los inconvenientes de la etapa del posacuerdo, incurrieron en niveles de complejidad y violencia que sobrepasaron el techo de dificultad previsto en la construcción del programa. Por un lado, luego de 2016 surgieron tempranas deserciones y vuelta a las armas. Por el otro, se observó una demostración de la capacidad de los grupos no firmantes para mantener o incluso ganar territorios y poder de financiamiento ilegal.
Los medios económicos de la violencia armada continuaron siendo los cultivos clandestinos, las extorsiones en la minería del oro y el cobro de las llamadas “vacunas” a la población rural; un tipo de impuesto extorsivo regular para que los rehenes sociales del problema, puedan sentirse a salvo de grupos activos en territorios donde se siguen mezclando los fuertes enfrentamientos con la vida de la gente. Como ha graficado Julián Gómez Delgado en septiembre de 2018: “con la desmovilización de más de 12.000 militantes, las zonas en las que las FARC ejercían algún control político y económico y regulaban también las relaciones sociales, quedaron ahora sujetas a la posibilidad de nuevos órdenes entre grupos que están hoy en conflicto (…) Esta es una de las realidades más dramáticas y difíciles de entender por varias razones, entre ellas, por la dificultad de estudiar un fenómeno de violencia que aún no termina”.
Las goteras del posconflicto
Luego de firmarse en Bogotá el Acuerdo de Paz el 24 de noviembre de 2016, comenzó una etapa de reposicionamiento tanto de los grupos ajenos al tratado, como de algunos que luego de haberlo suscripto, empezaron a traslucir intenciones de renunciamiento. Y así fue como el foco se puso en las FARC disidentes (no firmaron el documento), las FARC desertoras o reincidentes (adhirieron inicialmente y luego renunciaron) y el ELN (Ejército de Liberación Nacional) con el cual se ha venido postergando un proceso sólido de negociación de paz.
Por su parte, siguieron activos grupos que incorporaron paramilitares que nunca se desmovilizaron. Dentro de ellos están insertas las AGC (Autodefensas Gaitanistas de Colombia). En ese escenario también incursionan reagrupamientos del EPL (Ejército Popular de Liberación) grupo denominado “Los Pelusos”, cuyas bases se habían desmovilizado a comienzos de la década del ’90 del siglo pasado. Hacia comienzos de 2018, ya se informaron fuertes choques armados entre el ELN y el EPL en la región colombiana de Catatumbo, fronteriza con Venezuela. Allí, esas organizaciones reavivaron el conflicto al disputarse territorios desocupados por los desmovilizados leales al acuerdo de paz; una confrontación por el terreno que implica esencialmente, la pelea por las fuentes ilegales de financiamiento que esas zonas proveen.
Respecto de las disidencias de las FARC, la nueva era inaugurada a fines de 2016 ya empezaba a testimoniarse con documentos anteriores a esa fecha. En efecto, el 10 de junio de ese año el Frente 1 de las FARC hacía conocer el siguiente comunicado: “Hemos decidido no desmovilizarnos, continuaremos la lucha por la toma del poder por el pueblo y para el pueblo. Independientemente de la decisión que tome el resto de integrantes de la organización guerrillera. Respetamos la decisión de quienes desistan de la lucha armada, dejen las armas y se reincorporen a la vida civil, no los consideramos nuestros enemigos”. Como se aprecia, en la percepción del tema, el aspecto retórico ya cobraba una importancia vital, algo que vuelve a notarse con la directiva 37 emitida en el 2017 por el ministerio de Defensa Nacional de Colombia: “Ciertas estructuras FARC-EP del antiguo bloque oriental que no se acogieron al proceso de paz serán en adelante catalogadas como Grupos Armados Organizados Residuales (GAOR).” Continuando con una valoración discursiva, vale la pena destacar como algunos sitios especializados en la problemática social y política de Colombia han denominado a los grupos que subsisten en el escenario de conflicto, diferenciándose de la manera en que quedaron catalogados para el gobierno mediante la directiva citada líneas arriba. Por ejemplo, para la revista Colombia Internacional, se trata de Actores Armados No Estatales (AANE).
Transitando el posconflicto, desde 2016 en adelante se impuso la necesidad de reaprender la complejidad que encierra cada uno de los grupos, frente a una realidad que aún reconfigurada, lejos parece estar de los resultados anhelados durante las prolongadas tratativas para la paz. Aunque la imposibilidad de lograr el cien por ciento de desmovilización haya sido prevista por los negociadores, resulta evidente que el nivel de disidencias y las consecuencias de sus acciones posteriores al acuerdo, sobrepasaron las estimaciones de partida en la implementación del mismo.
El catedrático de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Fernando Carrión, sostuvo en abril de 2018 que “en la frontera norte, principalmente en Esmeraldas, hay 12 grupos que pelean por terrenos que las FARC dejaron. Se necesita presencia del estado en el lado de la frontera colombiana con vías de comunicación para integrar a esas zonas, políticas de salud y bienestar y políticas de seguridad”. En mayo del mismo año, la revista colombiana Semana, bajo el título Dónde están, cuántos son y qué tan peligrosos son los disidentes; denunció “hostigamientos, reclutamientos, emboscadas, homicidios, extorsiones y amenazas” en 13 departamentos colombianos. Y se agregaba que “no todos son disidentes, sino reincidentes. Algunos firmaron la paz y se bajaron del bus”.
En medio de la multiplicación de las alertas, ha significado un aporte fundamental el informe Trayectorias y dinámicas territoriales de las disidencias de las Farc, elaborado por la Fundación Ideas para la Paz (FIP) y publicado a comienzos de 2018. En el documento se analizan como componentes del posconflicto aspectos tales como incentivos económicos, cambios en el liderazgo y debilidad institucional. En ese sentido, la FIP llamó la atención sobre un nuevo modus operandi de narcos internacionales que en la reconfiguración del escenario no mantuvieron ciertos códigos bajo los cuales se desempeñaban las FARC en tiempos anteriores al acuerdo. Se considera al Frente Oliver Sinisterra (FOS) como una estructura interna de las disidencias, estrechamente vinculada a líderes de cárteles internacionales. Precisamente esa célula se atribuyó en un comunicado, el asesinato de tres periodistas ecuatorianos en la frontera de Ecuador con Colombia, hecho cometido en abril de 2018.
Frente al estado de situación que fueron anticipando estos sucesos, se revela nocivo el espejismo de “asunto terminado” en Colombia, porque puede conspirar contra la debida atención de una realidad que continuó cobrándose víctimas. En ese cometido de pacificación la mirada va más allá de las disidencias de FARC, para tener que posarse también en el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Al respecto, la FIP señaló que “tras la desmovilización de la mayor parte de FARC, el ELN comenzó un proceso de expansión que incluyó acciones armadas y provocó víctimas (…) La influencia del ELN se ha profundizado en Venezuela a partir de sus núcleos históricos en el estado de Apure”.
Los hechos y el aumento del número de víctimas de la violencia desafortunadamente continuaron avalando las hipótesis de crisis. Así, la masacre de seis personas cometida en Cauca durante la última semana de octubre de 2018, fue vinculada por las autoridades al recrudecimiento de los choques entre el ELN y las disidencias de las FARC. Surgían señales del goteo progresivo en el posconflicto. Porque como se deduce, en cada manifestación extremadamente violenta, se desecha un poco más de la paz perseguida en el acuerdo. Y si bien existen hechos más notorios que otros, algunos de los cuales terminamos de apuntar, desafortunadamente la cifra total de víctimas debe multiplicarse dramáticamente para acercarse a una realidad disociada de la agenda informativa dominante.
Según advirtió Julián Gómez Delgado, en Colombia; “desde el 1 de enero de 2016 al 22 de agosto de 2018, la Defensoría del Pueblo ha registrado el asesinato de 343 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos. Esta situación es señal de la persistencia del conflicto.” En ese contexto, la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la OEA, presentó en agosto de 2018 un informe señalando las graves afectaciones humanitarias a la población civil a causa del accionar violento de grupos armados ilegales como el ELN, el Clan del Golfo y las llamadas disidencias. Preocupaba además, la persistente violencia contra líderes y lideresas sociales, comunales, campesinos, étnicos y de Derechos Humanos. Durante los primeros días de noviembre de 2018, se informó que enfrentamientos entre el ELN y el EPL en el departamento de Santander, provocaron al menos 730 desplazados (entre ellos más de 250 niños). En simultáneo al hecho, la cancillería de Venezuela emitía un comunicado exigiendo a Colombia atender su “gravísima crisis de seguridad”. Las autoridades de Caracas atribuyeron la muerte de tres militares venezolanos al accionar de paramilitares colombianos en el estado Amazonas, fronterizo con Colombia.
Como puede observarse, las cifras publicadas y los trabajos tan minuciosamente elaborados y documentados, van quedando -penosamente- desactualizados, en una dinámica de violencia que se acelera. De nuevo el dilema lingüístico: ¿Quién pone nombre a la situación? ¿El gobierno? ¿Los actores armados no estatales? ¿La prensa como vehículo del sentir de la opinión pública? ¿Las universidades y los estudios políticos y sociales? La respuesta irá imponiéndose por la realidad. En el caso del “posconflicto” los indicadores de la realidad resolverán cuánta vida útil le queda al prefijo “pos”.
El caso Santrich: otro factor desestabilizador imprevisto
Como se ha señalado, toda implementación de programas pacificadores conlleva la previsión del surgimiento de escollos para el progreso de la paz que procuran. Pero en la observación de la realidad colombiana se evidencian perforaciones al techo de problemas estimado para el posconflicto. Un claro ejemplo de ello es la situación que rodea a Jesús Santrich y el efecto que esta provoca en los grupos en los que el líder extendió su influencia más allá de 2016. Conocido con ese alias, pero de nombre real Seuxis Paucias Hernández Solarte; se trata de una de las figuras de mayor relevancia en lo que fue la representación de las FARC en las negociaciones para la paz. Una vez cerrado el acuerdo, Santrich quedó incluido en la lista de diez ingresos automáticos como legislador en el Congreso colombiano, para integrar el bloque Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, adaptando así la sigla FARC a la nueva etapa. Pero antes de haber iniciado su mandato como congresista, Santrich fue acusado por un juzgado de Nueva York como uno de los responsables del tráfico a EE.UU. de diez toneladas de cocaína.
Cursada la acusación y por pedido de Interpol, el 9 de abril de 2018 fue detenido en Bogotá, quien fuera uno de los principales artífices de las tratativas desarrolladas en La Habana. Mientras Santrich inició una huelga de hambre como protesta, la Jurisdicción Especial para la Paz, creada específicamente en el contexto del acuerdo firmado en noviembre de 2016, expresó que si los hechos denunciados fueron posteriores a la firma, el caso quedaba en manos de la justicia ordinaria. Así ocurrió, puesto que a la Fiscalía colombiana llegaron evidencias que determinaron una operación narco de magnitud llevada a cabo luego del acuerdo.
Lo que siguió en Colombia fue un tratamiento del tema más tumultuoso en lo político que en lo judicial, al iniciarse la discusión sobre la posible extradición de Santrich a Estados Unidos. Para Verdad Abierta (medio de comunicación de la Fundación Ideas para la Paz) “tras la captura de uno de los voceros más representativos del movimiento político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, creado tras la desaparición de la guerrilla de las FARC, el camino de la implementación de los acuerdos se vuelve más pantanoso de lo que ya estaba. Desde donde se mire, las posibilidades son críticas”.
Retomando un ejercicio de interpretación de aquel Nobel de la Paz otorgado a Juan Manuel Santos y considerando los sucesos posteriores, pensamos que esa gran pantalla al mundo que implicó el galardón a cargo del comité noruego, provocó en la sociedad internacional la noción mayoritaria y errónea de que la totalidad de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia se convirtieron de manera directa en el partido político Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Una percepción no sólo equívoca sino también parcializada, puesto que el destino que tuvo en 2016 el otorgamiento del prestigioso premio, distrajo al mundo de las continuidades que marcó el accionar de otros actores armados en la denominada etapa del posconflicto.
La multiplicidad de denominaciones para los diferentes grupos intervinientes en ese escenario, denota un panorama de focos que componen un conflicto reconfigurado y en desarrollo, con vertientes desperdigadas en la geografía y diversificadas en la dinámica que las caracteriza. Por eso, dio en la tecla la Fundación Ideas para la Paz cuando usó el término “trayectorias” para titular su extenso informe. Los sucesos posteriores a las negociaciones desarrolladas en La Habana y el derrame de la problemática a los vecinos de Colombia, exigen políticas sociales y de seguridad que trasciendan el mero monitoreo, limitado a responder “cómo vamos”. Tanto los actores gubernamentales como las diferentes organizaciones y líderes sociales que procuran construir una paz sólida y sostenible, deberán esmerarse en detectar cuáles factores pueden ayudar a intervenir exitosamente en esas trayectorias en desarrollo. De por sí, al ser expresadas necesariamente en plural, están significando no una, sino varias problemáticas con rasgos distintivos, demandando respuestas estudiadas y específicas, mucho más allá de los planes de seguridad aplicados por la fuerza pública.
En tanto la acción estatal se simplifique o reduzca a un incremento de las operaciones con objetivos policiales/militares, sólo es esperable como resultado, una escalada de la actividad armada. Ni breve ni sencilla, la labor que hay por delante requiere -una vez más- gran justeza en el diagnóstico y una fuerte vocación negociadora para poder realizar los objetivos fundantes del que fuera llamado Acuerdo para la Paz.
*Licenciado en Comunicación Social, maestrando en Relaciones Internacionales, Universidad Católica de Santa Fé, Argentina