Puerto Rico, una colonia constitucional – Por Julio A. Muriente Pérez

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Por Julio A. Muriente Pérez

Como secuela de la situación reinante en Puerto Rico desde hace varias semanas, hemos experimentado lo que algunos han definido como una crisis constitucional. Abundan en estos días los expertos constitucionalistas, que hacen alarde de su sapiencia en el manejo de las leyes y de la interpretación de la constitución del Estado Libre Asociado. Todo para decidir si el gobernador colonial debe ser Pedro Pierlusi, ya fuera de carrera, o la entrante Wanda Vázquez; o cualquier otra persona; si es la legislatura o el Tribunal Supremo quien debe decidir —como ha sucedido finalmente- sobre el sucesor del desacreditado exgobernador Ricardo Rosselló Nevares y, en definitiva y sobre todo, de cómo retornar a la normalidad institucional; es decir, colonial.

Hasta el liderato del Partido Nuevo Progresista, tan acérrimo enemigo del muy colonialista Estado Libre Asociado cuando le conviene, ha hecho profesión de fe y lealtad a la “carta magna” en estos días.

En esta hora, conviene recordar que las constituciones son leyes fundacionales de sociedades que deciden organizarse de determinada forma, con el prerrequisito indispensable de que se trata de un ejercicio soberano e independiente. Por su propia naturaleza de sociedades a las que les ha sido usurpado el poder político, las colonias no tienen constituciones. Los países independientes sí. La constitución que impera en las colonias es la de la potencia colonial. A no ser que a la propia potencia colonial se le antoje consentir en endilgarle algo parecido —fraudulento– a su colonia, llamarle constitución e incluso organizarla institucionalmente “a la manera republicana”. Pero solo para dar la impresión y nada más.

El 3 de julio de 1950, el Congreso de Estados Unidos aprobó la llamada Ley 600, por virtud de la cual dicho congreso autorizó el establecimiento de una constitución para Puerto Rico.

Dicha constitución entró en vigor cuando así lo decidió el Congreso, unilateral y soberanamente, según lo establecido en el artículo 3 de la Ley 600:

Al ser adoptada la constitución por el pueblo de Puerto Rico, el Presidente de los Estados Unidos queda autorizado para enviar tal constitución al Congreso de los Estados Unidos, si él llega a la conclusión de que tal constitución está de acuerdo con las disposiciones aplicables de esta Ley y de la Constitución de los Estados Unidos.

Al ser aprobada por el Congreso, la constitución entrará en vigor de acuerdo con sus términos.

Al ser aprobada por el Congreso, no por el pueblo de Puerto Rico.

Observe el lector que en el texto de la ley congresional, al referirse a la constitución de Estados Unidos, se escribe la palabra con C mayúscula; y que, al referirse a la constitución impuesta a Puerto Rico, se escribe la misma palabra con c minúscula. No se trata de un error gramatical o de redacción. La constitución verdadera en mayúscula; la de mentira en letras pequeñas. Para que nadie se confunda, dirían los redactores de la ley.

Indiscutiblemente el gobierno de Estados Unidos ha sido exitoso al imponer en Puerto Rico un diseño político-administrativo parecido a una república, sobre todo desde 1952, que incluye muchos de los instrumentos formales de la institucionalidad republicana, al punto de crear en algunos la falsa impresión de que tomamos decisiones libremente como si en efecto fuéramos un país independiente. De que somos una colonia democrática. Además de constitución, tenemos un capitolio y tres ramas de gobierno, partidos políticos y elecciones cada cuatro años en las que elegimos gobernadores, legisladores y alcaldes; e incluso un comisionado residente. Hasta tribunal supremo tenemos.

Pero a la hora de la hora las leyes que aprueba el Congreso nos son impuestas; nos vemos obligados recurrir al tribunal de apelaciones de Boston, que es más supremo que nuestro supremo. O a la corte federal de la avenida Chardón, que puede condenarnos a muerte, aunque la constitución del ELA lo prohíba. O nos imponen una abusiva junta de control fiscal sin inmutarse, para que se lleve hasta los clavos de la cruz. O usan nuestro territorio para amenazar otros países sin que podamos decir ni esta boca es mía. Ellos mandan; nosotros obedecemos.

Lo controlan todo. Lo deciden todo. Pero tenemos una constitución con la cual entretenernos, mientras discutimos hasta el cansancio sobre quien debe ser el administrador colonial de turno. Como si en materia de poderes políticos, que es para lo que supone que exista un gobierno, hiciera gran diferencia.

La única pertinencia de la letra constitucional en estos días es una de carácter administrativo, no político. Lo que ha importado a unos y otros es quien será la persona que ocupe la silla de La Fortaleza, no cuanto poderes o prerrogativas esenciales tendrá. Como si se diera por sentado que ningunas o casi ningunas. Ese es el verdadero alcance de la decisión del Tribunal Supremo boricua, uno de carácter administrativo.

No obstante, tiene valor e importancia lo que acontece en el País, sobre todo para que acabemos de reconocer las grandes carencias que han distinguido a este modelo político y económico. Para que reflexionemos seriamente sobre un Puerto Rico diferente y superior. Para que descubramos la política pigmea y vergonzosa a la que nos tienen sometidos colonialistas y anexionistas, de los que ya vamos estando hartos.

Para que finalmente le llamemos a cada cosa por su nombre, sin subterfugios ni disimulos. Y no nos sintamos satisfechos u orgullosos y sobre todo no nos acostumbremos, a esta liliputense colonia constitucional.

El Nuevo Día


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