Semillas criollas en riesgo de ser privatizadas – Por Fernanda Sández

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Por Fernanda Sández *Pequeños agricultores ven amenazados tanto sus derechos ancestrales como su futuro ante proyecto de ley de semillas impulsado por el gobierno, corporaciones biotecnológicas y grandes productores.

Desde el inicio de la agricultura, hace más de 10,000 años, hombres y mujeres ha perfeccionado sus cultivos seleccionando y guardando las semillas de las mejores plantas, intercambiándolas y reservando parte de ellas para volver a plantarlas. Hoy todo eso parece estar a punto de acabarse en Argentina, un país netamente agrícola y con 34 millones de hectáreas sembradas.

La razón es que, en un clima de misterio y secretismo extremos, un proyecto ingresado al Congreso a fines de noviembre del 2018 entre gallos y medianoche, obtuvo dictamen favorable. Y esta nueva norma que —pese a que se plantea como un intento de modernización de la normativa vigente— es señalada por muchos el sueño de las corporaciones y los productores de semillas hecho realidad.

“Este proyecto de ley significa una mayor privatización de la semilla”, precisa a Noticias Aliadas, Carlos Vicente, de la organización no gubernamental Grain, que apoya la agricultura sustentable. “Nosotros en Argentina tenemos una ley de semillas que data de 1973 y que ya de por sí impone derechos de propiedad intelectual y permite que alguien que venda una semilla que registró como creación propia cobre regalías a quien la compre. Con todo, esa ley planteaba dos límites: uno, que el mismo productor pudiera volver a sembrar lo cosechado sin tener que pagar nada; otro, que los científicos pudieran investigar libremente sobre semillas que tienen derecho de propiedad intelectual. Lo que se pretende ahora es cobrar por todo eso”.

El viraje no es casual. En esos 46 años transcurridos desde la sanción de la antigua ley de semillas, muchas cosas han ido cambiado. De la mano de la llamada “revolución verde” —impulsada por EEUU entre 1960 y 1980 cuyo objetivo era mejorar la productividad agrícola, particularmente de alimentos como maíz, arroz y trigo— y con la adopción de nuevas tecnologías que permitieron multiplicar las cosechas, los cultivos que antes se realizaban de modo tradicional se convirtieron en la gran fuente de ingresos de empresas agropecuarias y biotecnológicas.

A partir de entonces, los agricultores tuvieron no solo que comprar semillas “especiales” —diseñadas por empresas semilleras—, sino también pesticidas para combatir las plagas y fertilizantes para mejorar la cosecha. En resumen, un “paquete de soluciones” empresariales por el que debe pagarse no una sino varias veces. Desde entonces las grandes corporaciones del campo han seguido profundizando ese esquema de dependencia.

Control del sistema alimentario

Frente a la nueva ley en marcha, Franco Segesso, exintegrante de Greenpeace Argentina y actual abogado de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), colectivo que reúne a agricultores familiares de todo el país, comenta a Noticias Aliadas que “entre las familias campesinas hay muy poca información sobre cómo se va a implementar esto porque tuvo un tratamiento muy irregular. En resumen, este proyecto plantea la posibilidad de patentamiento de las semillas y no queda claro quiénes estarían exceptuados de pagar por esa patente. Se dijo que serían solo los registrados en el Registro Nacional de Agricultura Familiar (RENAF). Según el último censo, existen 200,000 productores de la agricultura familiar, pero registrados hay sólo 140,000”.

“Pero, de lejos, creo que el punto más escandaloso es el artículo 10. Este habla de una devolución de ganancias de una vez y media el costo de la semilla fiscalizada. Ergo, el Estado va a estar financiando la compra de semillas por parte de empresas y grandes pools de siembra. Esto va a aumentar el precio de la semilla. Por eso vamos a ponernos firmes para que no se avance de ninguna manera con esta ley. Sí que se avance en el debate y se mejore la ley, pero no así”, destaca.

En Argentina, y con la llegada en 1996 de la primera semilla de soja genéticamente diseñada para ser resistente al glifosato, ambos patentados y comercializados por la empresa biotecnológica estadounidense Monsanto, se abrió la era de lo que hasta hoy muchos investigadores llaman “agricultura química”. Esto es, un modo de obtener cosechas enteramente basadas en productos de laboratorio y por ende totalmente dependientes de las corporaciones que los producen.

Durante todos esos años, indica Vicente, las empresas vinculadas a la agricultura no se mostraron demasiado preocupadas por el tema de las patentes ni de las regalías; simplemente dejaron hacer.

“Esa fue una estrategia que permitió que se quebrara la resistencia que originalmente había en esos países al ingreso de transgénicos”, aclara. “Todo fue una clara estrategia comercial: ‘No digamos nada y que la siembren, Total, después se la vamos a cobrar’. Ese ‘después’ es lo que parece haber llegado de la mano de este proyecto”.

Es por eso que desde el 2012 a esta parte, con una notable aceleración en los últimos años con la llegada al poder del gobierno neoliberal de Cambiemos, encabezado por el presidente Mauricio Macri, empresas y entidades del agro han insistido en “modernizar” la ley de 1973 para que se adecúe mejor a las nuevas realidades, ofrezca garantías jurídicas a las empresas que invierten en el agro y permita así mejorar los rendimientos agrícolas.

“Es muy claro que la estrategia de las leyes de semillas (los derechos de propiedad intelectual, etc.) es una más de las estrategias corporativas para controlar el sistema alimentario, porque quien controla la semilla controla toda la cadena. Porque una ley de semillas no es una ley para la soja: es una ley para los tomates, para las sandías, para los melones y para cualquier semilla agrícola. Vale para todas, por lo que cualquier agricultor puede ser perseguido por compartir semillas o volver a sembrarlas. En estas circunstancias, hasta sería perfectamente factible que una semilla cultivada por los collas en Jujuy fuera ‘descubierta’ y registrada por una empresa como propia, pudiendo por ende exigirle regalías a quien está sembrando ese maíz desde hace miles de años”, alerta Vicente.

Negocios incompatibles con la vida

Desde Misiones, noroeste de Argentina, la campesina Miriam Samudio también alza su voz. Como integrante de la Cooperativa de Pequeños Productores Independiente de Piraí (PIP) sabe que el avance de este proyecto implica también la profundización de un modelo de agronegocios a menudo incompatible con la salud y con la vida.

“Lo vimos con la explotación de pinos en nuestra provincia”, señala Samudio, haciendo referencia a la introducción de monocultivos de pino para la producción maderera, cultivo que impacta negativamente en la fauna nativa y contamina con agrotóxicos. Después de más de 10 años de lucha, PIP logró que el Estado aprobara en el 2013 la expropiación de 600 Ha de tierras a la multinacional chilena Arauco y se las concediera. En el 2017 recibieron la primera entrega de tierras. “En el 2012 hicimos una encuesta entre las familias y todos tenían enfermos por las fumigaciones. Hoy, en esas mismas tierras, producimos alimentos sanos y sin venenos. Cultivamos mandioca, zapallos, porotos y dos variedades de maíz: blanco para la sopa y la chipa [panecillo amasado con harina de maíz], y maíz colorado para los animales. Por eso no queremos semillas patentadas ni maíz transgénico aquí”, protesta.

Gerardo Segovia, activista ambiental y parte del Movimiento de Salud Popular Laicrimpo, reconoce que “Misiones es la capital nacional de la biodiversidad y tiene una larga historia en materia de conservación de semillas criollas en manos de los productores. Hay una enorme sabiduría y capacidad de producción entre los campesinos, pero también una enorme presión; vienen los organismos públicos a ofrecer semillas industriales, mientras que lo que se intercambia en las chacras es increíble. Todo eso para nosotros es profundamente sagrado, porque para los guaraníes el ritual de bautismo es con semillas. Ponerle el nombre a la mujer guaraní tiene que ser con semillas. El maíz es una semilla espiritual y ahora, además de la ley, se proponen plantar 260,000 Ha de maíz transgénico. Es gravísimo lo que va a ocurrir”.

En sus palabras se reconoce el mismo temor que se denuncia desde muchas otras organizaciones y colectivos: terminar absorbidos por las corporaciones del agro y que, de ser aprobada esta nueva ley, comunidades enteras que han logrado sobrevivir cultivando sus alimentos terminen teniendo que pagar por las plantas que ayudaron a perfeccionar pero que una empresa patentó.

Los críticos hablan de una norma diseñada “a la medida de las corporaciones” y no es para menos: en la nueva ley se prevé además la entrada en acción de una suerte de “policía agraria” que, en caso de detectar en un establecimiento agrícola semillas no declaradas, podría proceder a la confiscación de las mismas

Por eso, ante el proyecto de sembrar en Misiones nada menos que maíz transgénico, Samudio ni lo duda: “Pensamos que es una amenaza. Queremos seguir defendiendo nuestras semillas criollas, naturales. Nosotros más que nadie conocemos lo que es la contaminación porque la vimos. Así que más que nunca queremos defender nuestro ambiente, nuestro suelo, nuestra tierra. Y defender nuestras semillas criollas que son alimentos sanos y que no tienen ningún veneno”.

* Periodista de Noticias Aliada en Argentina


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