De Tlatelolco a Ayotzinapa, la lucha por la dignidad humana – Por Fray Miguel Concha Malo, O.P.

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Por Fray Miguel Concha Malo, O.P. *

Como sabemos, por la presencia del movimiento estudiantil, que desembocó en la masacre del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, 1968 marcó un hito en la historia contemporánea de nuestro país. Lo que en un principio fue una riña entre estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam) y los del Instituto Politécnico Nacional (IPN), se fue transformando en un importante movimiento con demandas sociales. Conforme se fue desarrollando, bajo la dirección del Consejo Nacional de Huelga (cnh), se realizaron distintas marchas, huelgas, mítines en Tlatelolco y en el Zócalo de la Ciudad de México. Sin embargo, ante el avance del movimiento social y estudiantil, el gobierno respondió con una mayor cerrazón, y con medidas cada vez más represivas.

Ante la situación provocada por este conflicto, el Secretariado Social Mexicano; el Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos); algunos profesores de la Universidad Iberoamericana; dirigentes y profesionistas de la Corporación de Estudiantes Mexicanos, y monseñor Sergio Méndez Arceo, VII Obispo de Cuernavaca, así como obreros y asesores de la Juventud Obrera Católica y otros cristianos, se reunieron y elaboraron un documento de información y reflexión –firmado por 37 sacerdotes–, para ayudar a grupos de la Iglesia a comprender el trasfondo estructural y las aspiraciones de justicia que estaban en el fondo de las demandas del movimiento estudiantil. En realidad la única voz de la Iglesia que se escuchó durante la crisis fue esta declaración “Al pueblo de México”, publicada en Excélsior el 10 de septiembre de aquel año. A esta declaración se adhirieron los sacerdotes que trabajaban en la Unión Mutua de Ayuda Episcopal, la Juventud Obrera Católica y la Acción Católica Obrera. No interpretaron los acontecimientos como derivados de “la conjura comunista internacional”, lo cual hizo que fueran vistos con desconfianza por sectores oficiales y empresariales. Por su parte, la misma jerarquía eclesiástica intentó silenciarlos. El 14 de septiembre la curia del arzobispado de México minimizó la declaración de los 37 sacerdotes y demás grupos solidarios, y dio la impresión de desautorizarla.

En la carta los sacerdotes planteaban que el movimiento estudiantil les llevaba a reflexionar sobre su responsabilidad en el cambio y el desarrollo integral del país. Veían que la juventud tomaba conciencia de “ser un factor importante de influencia en el pueblo para el cambio social”. Reconocían también que nuestro país necesitaba cambios para lograr el desarrollo. Y en ese sentido declaraban: no, “al uso sistemático de la violencia”; y no, “a los que rechazan todo cambio por disfrutar de una situación privilegiada. Asimismo señalaban: , al diálogo; al pluralismo ideológico; a la reforma educativa y universitaria; a la “necesidad de cambios para la promoción y el progreso de las personas”; “a la creación de una sociedad nueva, basada en estructuras justas”, y “a la responsable participación política en orden al bien común”. Por último, llamaban a buscar la paz y la justicia, rechazando el odio y el temor: “Como sacerdotes y como mexicanos –decían– nos hacemos solidarios del actual despertar de la juventud, calculando que si son muchos sus riesgos, son mayores sus posibilidades para el futuro de un México mejor.

Mientras el movimiento estudiantil cada vez tomaba más fuerza, el gobierno mostraba una mayor cerrazón y un más intenso autoritarismo. El 18 de septiembre el ejército tomó las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ante esos acontecimientos, en Cencos dieron a conocer su postura. Aclaraban sin embargo que en esa ocasión no lo hacían necesariamente como voceros de la Iglesia, sino como “cristianos comprometidos en la promoción y servicio de los medios de comunicación social”.

Una semana después, tras un mensaje de Paulo vi, en torno a los conflictos estudiantiles en muchas partes del mundo, Cencos realizó un análisis en el que resaltaba que el Papa no condenaba a la juventud, sino que enjuiciaba a “las malas estructuras que deben ser cambiadas”.

Y de manera excepcional, en los últimos días de aquel septiembre el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo, también hizo sonar su voz de protesta ante los hechos que se estaban viviendo en el país. En una de sus homilías señaló que le atemorizaba la idea de “ser perro mudo”, y agregaba: “Me conmueven las impotencias, las inconformidades, las frustraciones, las impaciencias, las rebeldías de los jóvenes ante las estructuras inoperantes”. Criticaba el legalismo, la dureza, la incomprensión, la amenaza y el empleo violento de la fuerza; lamentaba además la falta de diálogo; reconocía la valentía de los sacerdotes y laicos, “que han venido compartiendo el riesgo, las reflexiones, los errores, las desilusiones, los dolores, los altibajos de los hombres del futuro, nuestros hermanos, los estudiantes”, y aseguraba que veía con buenos ojos la actitud de los estudiantes, de los jóvenes:

Me ilusiona contemplar en este movimiento la aurora de un despertar cívico, en el encuentro de las generaciones, el toque de trompeta inconfundible de las exigencias de un cambio rápido y profundo. Estoy seguro de que en un próximo futuro ni el lenguaje ni las actitudes serán las mismas en nuestra Nación.[1]

Como hemos dicho, el 2 de octubre el gobierno reprimió brutalmente una manifestación pacífica de los estudiantes que se realizaba en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.

Después de la masacre, la reacción de los distintos sectores de la Iglesia no se dio desde luego de forma homogénea. La mayor parte de la jerarquía católica no reaccionó de inmediato, e incluso los gestos de algunos de sus miembros llegaron a interpretarse como un apoyo a la represión gubernamental. Fue sólo hasta el 9 de octubre cuando el Arzobispo de Oaxaca y presidente del Comité Episcopal, Ernesto Corripio Ahumada, hizo público el Mensaje pastoral sobre el movimiento estudiantil, que era en muchos aspectos ambiguo, porque por una parte, retomando la Carta Pastoral sobre el Desarrollo y la Integración del país, hablaba de la necesidad de hacer que la justicia social fuera una norma de vida para todos; de la necesidad de considerar al desarrollo integral del ser humano como sinónimo de paz, señalando también la necesidad de un cambio de mentalidades y de estructuras. Pero por otra parte reconocía la “difícil tarea de gobernar”, y se manifestaba en contra del “destructor” y “criminal” aprovechamiento de las “admirables cualidades de la juventud para inducirla a la violencia, a la lucha anárquica”.

Como señala el analista Roberto Blancarte, la postura de la jerarquía eclesiástica no fue del todo monolítica. Si bien la mayoría de los miembros de la jerarquía apoyaba el mensaje pastoral, se dieron posturas diversas; mientras que unos condenaban al movimiento estudiantil, como lo hizo el cardenal José Garibi Rivera, Arzobispo de Guadalajara, otros criticaban abiertamente la actitud gubernamental, siendo uno de ellos Mons. Sergio Méndez Arceo.

Entre los análisis realizados por distintos actores de la Iglesia en torno al movimiento estudiantil, destaca el que realizó el jesuita y director de la revista Christus, Enrique Maza. En un artículo titulado El movimiento estudiantil y sus repercusiones para la Iglesia” Maza destacó los aspectos positivos del movimiento estudiantil: resaltó el cuestionamiento hecho a la autoridad y a la representatividad del gobierno; a la “dictadura de partido”. Para Maza este fue un movimiento que demandaba “la democratización eficaz de las garantías fundamentales de los mexicanos, y mayor equidad y justicia social”; un movimiento que se convirtió en una “revolución socio-político-cultural”, que despertó la conciencia de los estudiantes y de la sociedad sobre su participación en los asuntos públicos y las múltiples injusticias en el país.

En torno a la actuación en el movimiento de los distintos sectores de la Iglesia, saca una primera conclusión: los cristianos no participaron explícitamente en el movimiento estudiantil, el cual significó una lucha por la libertad y la justicia; y señalaba:

El movimiento estudiantil sólo vino a ratificar la ausencia de liderazgo y pensamiento cristiano. La idea de justicia, de participación social, de reforma de estructuras, de democratización real y demás reivindicaciones, tuvo una marcada inspiración marxista en unas, y una ausencia cristiana en otras.[2]

También criticaba severamente la actuación de los obispos, al señalar que se vivieron dos meses y medio de “violenta trascendencia para el destino de México, sin obispos”; por eso destacaba la actitud del obispo de Cuernavaca, Mons. Sergio Méndez Arceo, quien fue el único que hizo acto de presencia en el conflicto estudiantil. También cuestionaba la actitud de los sacerdotes, y concluía que el movimiento estudiantil planteó a los sacerdotes “la necesidad de tomar posiciones” y de asumir un compromiso.

Un año después, el 2 de octubre de 1969, un grupo de religiosos y sacerdotes redacta un manifiesto protestando por la masacre en la plaza de las Tres Culturas. Sintomáticamente, ningún periódico aceptó publicarlo. Ello no obstante, el grupo decide celebrar una misa por los caídos en 12 templos de México. Pero también una sintomática intervención del Cardenal Miranda, Arzobispo de México, impide a los sacerdotes realizarla, excepto en uno de los templos, donde “no se acusa recibo”.

Sin embargo, como voz que clamaba en el desierto, la diócesis de Cuernavaca seguía siendo protagonista de claras posiciones renovadoras en la Iglesia. Monseñor Méndez Arceo, hombre del Concilio y de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Medellín, Colombia, en 1968 –a la que acaba de aludir el Papa Francisco en su visita pastoral a ese país–, tuvo una resonante participación en la crisis estudiantil de 1968, lo que desde luego motivó duros ataques de la revista Gente (16 de abril de 1968), a tal grado que fue incluso desmentida por el propio presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Acusado de “encubridor de la violencia y el marxismo”, a Don Sergio también se le criticaba de “buscar posiciones de poder”, por su proximidad crítica al gobierno durante los regímenes del General Lázaro Cárdenas y el presidente Luis Echeverría Álvarez.

En efecto, algunas posiciones suyas parecen ambiguas a quien no lo conociera en su trayectoria. A ello dio pie su famosa “Carta de Anenecuilco” (9 de junio de 1970) al candidato a presidente Luis Echeverría, donde solicitaba que se analizara el problema de las relaciones Iglesia-Estado en México, para superar el régimen político y jurídico de excepción en el que vivía la Iglesia, fuente de incongruencias, malentendidos y malos testimonios frente a los miembros de la feligresía. O también sus posiciones públicas, como aquella que expresó ante 3 mil estudiantes de la Universidad de Puebla:

“La palabra de Dios es lo más explosivo y revolucionario que hay para la transformación de las personas, de la Iglesia y de la sociedad (…). El espíritu evangélico de comunión y comunidad entre los hombres no se puede realizar en el sistema capitalista, individualista y materialista; es necesario un ‘socialismo democrático’…”.

Al respecto, Don Samuel Ruiz García, Obispo de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, recordó en un evento organizado por la Fundación Sergio Méndez Arceo, que en 1970 en la Universidad de Puebla Don Sergio había presentado al socialismo democrático, a un socialismo con rostro humano, como un sistema más coherente con los principios evangélicos. Y que con ello sería la primera vez que “un obispo fundado en la fe cristiana, formulaba en América Latina una condena al capitalismo imperialista, pero también al socialismo autoritario y economicista” (Gutiérrez, 2007: 285). Continuaba Don Samuel explicando que esa posición quedó expresada más claramente en abril de 1972, cuando Don Sergio, al participar activamente en el Primer Encuentro Continental de Cristianos por el Socialismo en Santiago de Chile, justificó así su presencia:

“Para nuestro mundo subdesarrollado no hay otra salida que el socialismo, como apropiación social de los medios de producción para impedir que sean utilizados como instrumentos de dominación en manos de una oligarquía o de un gobierno totalitario”.

Aunque en todas sus acciones, pronunciamientos e intervenciones Don Sergio siempre tuvo implícita o explícitamente con toda claridad en su pensamiento la dignidad de toda persona humana, núcleo de la enseñanza social del Magisterio Pontificio y Episcopal de la Iglesia, y fuente de todos los derechos humanos, por la cual ésta, la persona, es un fin para sí misma y para los demás, y nunca un medio, y por lo mismo debe ser siempre considerada como sujeto, y nunca como un objeto que puede ser manipulado y subordinado a intereses egoístas e injustos. La diferencia mayor estaba en que para Don Sergio este principio ético y cristiano fundamental debe ser observado en la teoría y en la práctica de una manera histórica y concreta, no genérica, abstracta y especulativa, para lo cual siempre echó mano en su anuncio y denuncia de las mediaciones históricas y socio-analíticas. Y por ello los derechos humanos eran principalmente para él los derechos de los pobres, de los huérfanos y de las viudas; es decir, de los débiles, menospreciados y excluidos, que para la Biblia, sobre todo la corriente profética, se identifican como derechos de Dios. Las clases explotadas, las razas oprimidas y las culturas discriminadas, como afirmaba la teología de la liberación, que Don Sergio se tomó muy en serio.

Para el sacerdote morelense Eloy Ocampo Velasco, la vida del Obispo de Cuernavaca se puede resumir en cinco etapas: la primera, cuando Don Sergio fue una persona estricta y muy conservadora; la segunda, cuando se dio su transformación pastoral con la renovación de Catedral; la tercera, cuando participó en el Concilio Ecuménico Vaticano II; la cuarta, cuando ofreció su apoyo a los presos políticos, obreros, campesinos, estudiantes, a Cuba, a Chile, a los movimientos revolucionarios de Centroamérica. Cuando sus homilías se sustentaban en el Evangelio como muestra clara de su solidaridad con las causas por la justicia y la paz en el mundo, particularmente en México y América Latina; y la quinta y última cuando dejó el obispado para convertirse en Obispo emérito, continuando su acompañamiento y sus apoyos a través del Secretariado Internacional Cristiano de solidaridad con los pueblos de América Latina (SICSAL), del que fue cofundador y primer presidente (Gutiérrez, 2007: 200).

Y como cuenta el padre Julio Torres Alvear, sacerdote de Morelos, un rasgo de su radicalización social se expresó ya en 1968, cuando ocurrió la masacre de Tlatelolco, pues se observó en el Obispo un verdadero cambio, después de sus visitas a los presos políticos en Lecumberri. Tal fue el impacto que entonces causó, que fue el único obispo mexicano, como hemos dicho, que habló en octubre del 68 en contra del sistema y en contra de la masacre. Este hecho, y sus visitas a la cárcel –refuerza el sacerdote José Luis Álvarez, muy popular en Tetelcingo, poblado indígena al norte de Cuautla, Morelos–, para dar consuelo y esperanza a los detenidos, lo marcaron mucho (Gutiérrez, 2007: 171).

Pese a ser un personaje muy controvertido, nadie puede negar que Don Sergio se destacó como un promotor y una figura representativa de la renovación eclesial. Como bien lo señalan Pilar Arias, Alfonso Castillo y Cecilia López, citados en el documento Radiografía de la Iglesia en México, hasta antes de su retiro del obispado de Cuernavaca en marzo de 1983:

“Monseñor Méndez Arceo es prácticamente el único obispo mexicano que ha mantenido una constante actividad pública a través de medios de comunicación social, homilías y acciones, denunciando injusticias sociales nacionales e internacionales. Ha planteado en repetidas ocasiones la conveniencia de iniciar un auténtico diálogo cristiano-marxista, y ha participado en él. Ha dado su apoyo a experiencias cristianas de diversa índole (…) participa en la reflexión y acción de grupos cristianos, para quienes el obispo es un apoyo significativo y de quienes recibe también solidaridad. En el nivel más público, cuenta con apoyos y tribunas para expresarse: Correo del Sur, Siempre!, Proceso y antes Excélsior… “

Con ocasión del XXX aniversario de su ordenación, la Diócesis de Cuernavaca realizó su II Jornada de Pastoral (29 y 30 de abril de 1982). Al evento concurrieron no sólo 150 representantes de las parroquias y organizaciones sociales de la Diócesis, y el mismo número de agentes de pastoral (sacerdotes y religiosas), sino también una representación numerosa de las iglesias más comprometidas de México y de otros países de América Latina. Estuvieron presentes los obispos latinoamericanos Leónidas Proaño (Ecuador), Matías Smith y Cándido Padim (Brasil); Jesús Calderón (Perú), Jesús López (Bolivia) y los mexicanos Samuel Ruiz y Arturo Lona.

El encuentro tuvo como objetivo aquilatar 30 años de labor pastoral del obispo y formular, sobre la base de un pasado cargado de valiosas experiencias, un proyecto para el futuro. Se pretendía, en otras palabras, evaluar con criterios evangélicos 30 años de vida:

“Descubrir a la luz de la Palabra (de Dios) en tres décadas de historia no sólo aquellas cosas que son válidas en la línea pastoral, sino también y principalmente aquellas cosas que como potencialidades pueden lanzarnos a tareas de mayor compromiso en la construcción del Reino de Dios”.

En las conclusiones de las nueve mesas de trabajo se destacó la participación de las comunidades cristianas en los movimientos populares de liberación “como una respuesta a su fe en el Dios que ama y libera”; la dimensión política de la pastoral de Cuernavaca y su influencia en la cultura cristiana y popular de México; la presencia de la Iglesia local en el diálogo entre creyentes y no creyentes, y la diócesis como refugio de exiliados y perseguidos políticos. Dos intervenciones fueron especialmente importantes en el rescate de los valores que Cuernavaca y su obispo habían aportado a la marcha de un cristianismo auténtico: la del representante de las Comunidades Eclesiales de Base de México, y la de monseñor Proaño, obispo de Riobamba.

“Don Sergio ha impactado no sólo a su Diócesis de Cuernavaca, sino al país entero, e incluso a nivel internacional. Ha sido un guía; ha abierto caminos (…). Otra persona con menos criterio, al recibir los ataques que él ha recibido, hubiera dicho: bueno, voy a seguir una línea conservadora, reaccionaria…”

“Don Sergio no es un superhombre. Es un cristiano comprometido. Es un profeta fiel al seguimiento de Jesucristo en continua búsqueda de cómo cumplir la voluntad del Padre”.

“Si algo llama la atención en él es su continua búsqueda. No es una persona instalada que crea que todo lo sabe o que está cerrada a los continuos retos que nos va presentando la vida. Ciertamente Don Sergio ha avanzado en medio de peligros y ha ido buscando una respuesta humano-cristiana a los grandes retos que se van presentando hoy a todo creyente”.

El obispo de Riobamba destacó el estímulo y la conciencia crítica que han ejercido a nivel continental la diócesis y su obispo:

“Ser profeta –dijo– significa tener la capacidad de ver, hablar y asumir la realidad del pueblo. Esto es lo que ha significado Cuernavaca para América Latina. Junto con su obispo ha sabido ver la realidad de la explotación y opresión de nuestros pueblos; la ha denunciado, anunciando la renovación cristiana, y ha sufrido los riesgos que trae consigo ese hablar…”

“Estímulo profético, porque si habla la diócesis de Cuernavaca, nos sentimos animados a hablar también nosotros. Y conciencia crítica no solamente de México, sino de todo el continente latinoamericano, porque ve y porque dice lo que ve, y porque arriesga cuando dice lo que ve”.

La vida de Don Sergio después del obispado la relata la hermana Mercedaria Misionera de Berriz Leticia Rentería, quien fue su secretaria particular durante los nueve años que dirigió el SICSAL, desde que dejó la diócesis de Cuernavaca y se convirtió en “Obispo emérito”, aunque le chocaba la palabra emérito, prefería que le dijeran “antiguo Obispo de Cuernavaca”, y luego fue la Secretaria Ejecutiva del Secretariado, del cual el Obispo había sido cofundador y presidente hasta su muerte (Gutiérrez, 2007: 405).

El 26 y 27 de septiembre de 2014 la sociedad fue testigo de una tragedia de dolor y violencia incalculable. Nos conmocionó lo que conocimos con el paso de los días y meses. No dábamos crédito a la saña con la que habían atacado a los jóvenes normalistas. Además, este relato de la tragedia iba acompañado de una profunda insensibilidad por parte de las autoridades, primeramente para tratar con las familias y estudiantes, pero también en cómo dirigirse, qué hacer y responder frente a la sociedad nacional e internacional profundamente indignada. La sociedad civil, organizada o no, salió a las calles, escribió pronunciamientos, fijó posturas; se conformaron alianzas entre colectivos, organizaciones y movimientos sociales para acompañar la situación de Ayotzinapa. Un movimiento amplísimo se gestó; una red de redes en torno al dolor y el enojo, debido a lo que agentes estatales y miembros del crimen organizado, si es que ahora se puede hacer una distinción, habían cometido contra estudiantes de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos”.

La solidaridad en relación con Ayotzinapa se desbordó y superó cualquier expectativa. Develó el malestar que ya albergaba la sociedad mexicana por el cúmulo de violaciones sistemáticas a sus derechos humanos. Hubo quienes dijeron que lo que aconteció en relación al nivel de movilización no se había registrado en México desde el levantamiento zapatista, en 1994. Incluso hubo quienes se sorprendieron tanto, que afirmaron que desde 1968 no se contaba con un proceso de tales dimensiones.[3] En este mismo sentido, la organización internacional Human Rights Watch comparó lo acontecido en Iguala con la matanza de Tlatelolco.[4]

El proceso en torno a las víctimas de Iguala, Guerrero, nos hizo dar un salto importante organizativo al interior de los movimientos sociales. Pero sobre todo nos enseñó que la solidaridad y la esperanza nace, se fortalece y se rehace desde la participación amplía, plural e incluyente de todos los grupos de la sociedad caminando al lado de las víctimas, y así, juntas y juntos, transformar esta realidad deshumanizante, dolorosa y violenta que nos agobia. Es muy probable que Don Sergio hubiera excepcionalmente estado allí, solo, como sucedió en 1968, pero a causa de su fallecimiento en febrero de 1992, ya no pudo hacerlo personalmente, sino a través del SICSAL.

Notas

[1]   Carlos Fazio. “Don Sergio Méndez Arceo, patriarca de la solidaridad”, en: Rentería Chávez. op. cit. p. 201-202.

[2]  Enrique Maza. “El movimiento estudiantil y sus repercusiones para la Iglesia”, en: Christus, año 34, núm. 397, diciembre de 1968, p. 1234-1267.

[3] Zósimo Camacho, “Ayotzinapa: un crimen de Estado largamente anunciado”, Revista Contralínea, no. 407, 12 de octubre de 2014, disponible: http://goo.gl/0nLVPy

[4] Ana Langer, “Desaparición de normalistas, tan grave como matanza de 1968: HRW”, El Economista, 6 de noviembre de 2014, disponible en: http://ow.ly/MU97w

* Ponencia presentada en el Marco de la Cátedra Sergio Méndez Arceo por Fray Miguel Concha Malo, O.P., Director General del Centro de Derechos Humanos “Fray Francisco de Vitoria, O.P.”, A.C.,  en la Universidad La Salle de la Ciudad de Cuernavaca, Morelos.

El Caribe News


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