Rajoy y su destino sudamericano – Por Carlos Pagni

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

La corrupción se cobró un gobierno en España. Mariano Rajoy fue desalojado del poder después de la condena dictada por la Audiencia Nacional contra los responsables del caso Gürtel. La investigación, que duró más de una década, reveló una red de financiamiento ilegal del Partido Popular (PP). Y motivó una moción de censura que puso al frente de la administración al socialista Pedro Sánchez, sostenido por una coalición parlamentaria variada y contradictoria.

La suerte de Rajoy tiene interpretaciones diversas y complementarias. La más lineal ve su caída como la sanción política inevitable a la degradación que puso de manifiesto el pronunciamiento de los jueces. Hay una lectura más suspicaz: el castigo a Rajoy facilitó la formación de una alianza que intentará, desde el poder, detener el ascenso electoral de Ciudadanos, el partido de Albert Rivera, pronosticado en todas las encuestas. Desde este ángulo, Rivera aparece como víctima de su falta de prudencia, cuando se lanzó sobre el cuello de Rajoy después de la sentencia.

El ex primer ministro del PP hizo mucho a favor de su destino. Fue incapaz de gestionar el saneamiento de su partido. Y prefirió presentar el entramado Gürtel como un inventario de episodios aislados. Ofreció a esa descomposición una respuesta similar a la de muchos otros desafíos: aguantar.

Rajoy no vio con claridad que el hartazgo frente a la corrupción está en la raíz de la nueva configuración política de España. Rivera avanza envuelto en la bandera de la regeneración moral. Antes lo hizo la izquierda de Podemos. Es comprensible. La falta de transparencia remodela la relación de la sociedad con la vida pública.

España tiene muchas dimensiones iberoamericanas. Este problema es una de ellas. Acaso la más desagradable. El desencanto ético desencadena procesos de inestabilidad política a ambos lados del Atlántico. Las tres grandes campañas electorales que se cursan hoy en América Latina están dominadas por el debate sobre la corrupción.

El 17 de junio, en Colombia, el izquierdista Gustavo Petro enfrentará al favorito, Iván Duque, que es apadrinado por el expresidente Álvaro Uribe. El principal argumento de Petro es que Duque es un instrumento de Uribe para conseguir impunidad. Ambos, Duque y Petro, compiten por ver quién es más duro frente a la inmoralidad administrativa.

En México, la consigna principal del candidato más aventajado para el 1 de julio, el populista Andrés Manuel López Obrador, es el combate a la corrupción. Acaba de anunciar un programa de cooperación con las Naciones Unidas para alcanzar ese objetivo. La promesa de López Obrador hace juego con un gran descreimiento en la política tradicional: las encuestas indican que más del 70% de los mexicanos jamás votarían por el PRI, el partido del gobierno. El telón de fondo sobre el que se recorta este debate es espeluznante. La violencia, asociada con el narco, está ensangrentando la campaña electoral. Desde que comenzó, según informó Sonia Corona el domingo pasado en EL PAÍS, fueron asesinados 107 candidatos.

Brasil, escenario de la tercera gran batalla por el poder, navega en medio de una niebla espesa. El caso Lava Jato minó la credibilidad de toda la clase política. El candidato con mayor intención de voto, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, está en la cárcel por haber recibido un departamento de regalo a cambio de contratos en Petrobras. Le sigue Jair Bolsonaro, un exmilitar reaccionario y antisistema. En una segunda vuelta sería enfrentado por los izquierdistas Ciro Gomes o Marina Silva. El centro sigue vacío: el socialdemócrata Geraldo Alckmin no supera el 8% en ningún sondeo. 15 de los 20 candidatos más competitivos enfrentan más de 100 investigaciones por corrupción.

Este es el panorama a cuatro meses de las elecciones. La ola de desconfianza que corroe a la clase política amenaza con salpicar al sistema democrático. Frente a la grave huelga que protagonizaron los camioneros durante nueve días, en protesta por el aumento en el precio de los combustibles, Michel Temer ordenó la intervención de las Fuerzas Armadas para disolver cortes de ruta. En varias ciudades brasileñas aparecieron carteles pidiendo el regreso de los militares al poder. Lo que parecía imposible, reapareció.

El paisaje es de una deprimente monotonía. Sobre la dictadura de Nicolás Maduro, en Venezuela, pesan acusaciones que incluyen las de vínculos con el narcotráfico. Los últimos 6 presidentes de Guatemala enfrentaron graves y verosímiles denuncias por corrupción. El expresidente de Panamá Ricardo Martinelli permanece detenido en Estados Unidos por irregularidades durante su gestión. Y sus dos hijos están siendo investigados por cobro de sobornos de Odebrecht. La relación con esta compañía brasileña provocó la caída del presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, y del vicepresidente de Ecuador, Jorge Glas. La Argentina asistió, durante los 12 años de la era Kirchner, a un fenómeno de híper corrupción, cuya manifestación más grotesca fue la escena de un ex secretario de Obras Públicas revoleando 9 millones de dólares, a las tres de la madrugada, tras los muros de un convento.

Rajoy podrá decir, como el protagonista del Poema conjetural de Borges, «al fin me encuentro con mi destino sudamericano». Porque la caída del gobierno del PP incluye a España en este cuadro patológico, del cual la región tendrá, con urgencia, que curarse.

(*) Periodista argentino. Analista político y escritor.

El País

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