¿Costa Rica retrocede o siempre ha sido así? – Por Rafael Cuevas Molina

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Rafael Cuevas Molina*

Las generaciones que nacieron en la Costa Rica de la segunda mitad del siglo XX tuvieron como certezas algunas ideas que hoy parece que se ponen en duda. Una era la importancia que se le atribuía a la educación formal, no solo para “progresar” económicamente en la vida sino para tener una mejor comprensión del mundo, tener criterio propio, tal vez “buen gusto”, a lo mejor un cierto refinamiento que otorgaba un estatus que no estaba necesariamente asociado a la posición económica y, que más bien de alguna forma sentía que el dinero era una especie de incomodidad que arrastraba “hacia abajo”, hacia lo burdo o chabacano.

Eran generaciones que veían el futuro como producto de un incesante progreso, el cual era entendido en positivo, es decir, como un lugar o un momento en el que se superarían muchas de las taras que veían en ellos y en su sociedad: las desigualdades, las injusticias sociales, una visión limitada del mundo que incluía los prejuicios. Era, seguramente, ideas con mucho de utopía, pero se confiaba en que la humanidad se enrumbaría “más temprano que tarde” en esa dirección.

Costa Rica fue siempre un país sensato, avanzó lenta y parcialmente en dirección a esa utopía. Se caracterizó por el tiento, por ir poco a poco pero sin descanso, sumando logros que en otras latitudes se veían con cierta asombro. Abolió el ejército en una región caracterizada por la recurrente presencia de dictaduras, golpes de Estado, manos fuertes y vigilancia omnisciente de los militares. Nacionalizó la banca en plena Guerra Fría; construyó instituciones públicas fuertes, como el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), que en la segunda década del siglo XXI colocó al país en la vanguardia mundial de producción de energía limpia; o como la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), que expandió la cobertura del seguro de salud y las pensiones hasta grados que le permitió a Costa Rica ostentar índices de salud y longevidad de sus habitantes que se equiparan con los de países desarrollados.

A mediados de los años ochenta del siglo XX, en el marco de un proceso de redefinición de sus prioridades, supo encontrar nichos que la distinguieron internacionalmente, como el de presentarse como un “país verde”, amante de la paz, culto y amigable, que resumió en la frase “pura vida” que se convirtió en lo que desde entonces llamaron “marca país”.

Los ticos, contentos, asumieron todos esos rasgos y logros con orgullo, como “su” marca o su identidad –que es como le decíamos antes-; como lo que los distinguía naturalmente de todos los demás, especialmente de sus vecinos centroamericanos, de los que siempre hizo todo lo posible por diferenciarse y alejarse. Hubo incluso una señora presidenta del país que llegó a decir, en discurso público y conmemorativo, que todas esas características las llevaban los ticos “en su ADN”; y años antes, el uruguayo Julio María Sanguinetti, que a la sazón fungía como presidente de su país se dejó decir en una reunión de la OEA, realizada en San José, que en donde estuviera un costarricense, estuviera donde estuviera, habría libertad.

La frase es burda copia de otra pronunciada hace varios siglos teniendo como referencia a los atenienses, pero eso no importó a un país henchido de satisfacción y autocomplacencia en lo que sentía que era su naturaleza.

En el proceso electoral que se está llevando a cabo actualmente en el país, sin embargo, algo pareció quebrarse. En el lago tranquilo del “pura vida” aparecieron ondas que rompieron el cristal donde los ticos se veían reflejados y enamorados de sí mismos cual narcisos tropicales. De pronto, el país de la tolerancia, el que aspiraba a la “igualación social” a través de la educación y la cultura, el despreocupado y tolerante vio surgir de sus entrañas algo que no cuadraba con esa imagen.

En primer lugar, y con mucha fuerza, apareció la homofobia, expresada en una especie de dictum de lo que es la forma “correcta” de ser en el mundo. Uno de los dos candidatos presidenciales que aún se encuentran en la contienda hasta el 5 de abril ofreció la posibilidad de “restaurar” a quienes habían caído en tales desviaciones y, antes, su candidato a vicepresidente anunció que, en un posible gobierno dirigido por ellos, quien no fuera “moralmente heterosexual” no sería bienvenido.

Estas salidas de tono hasta podrían ser pasadas por alto si no fuera porque han generado un clima de intolerancia agresiva que, además, trae aparejado una especie de ideario que enaltece valores totalmente contrarios a aquellos de los que hicimos mención al inicio de este artículo. Es mal visto “ser estudiado”, se enaltece lo que se cataloga como “abundancia de bendiciones” materiales, se sospecha de los resultados de la investigación científica y se apuesta por las “sanaciones” milagrosas.

Está claro que en el mundo contemporáneo estamos atravesando por un momento en el que este tipo de manifestaciones irracionales, intolerantes y agresivas se posicionan en sitios de poder, y que se caracterizan por ser xenófobas, homofóbicas y misóginas, y por traer atrás suyo una agenda económica y social de extrema derecha, que aspira a profundizar las reformas estructurales iniciadas allá por la década de los ochenta por los gobiernos de Ronald Reagan en los Estados Unidos, y de Margaret Thatcher en la Gran Bretaña, y que habían conocido un impulso experimental desde 1973 en Chile, en donde la dictadura de Pinochet transformó en su política económica las propuestas los Chicago Boys formados en la Universidad de Chicago en los años sesenta.

El ascenso de partidos filofascistas en Alemania, Italia, Austria y Francia; la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos con todo su bagaje de ideas reaccionarias y tramposas, acompañado de un equipo conformado por personajes oscuros; el creciente poder político de grupos sectarios que, basados en un discurso que se autocataloga como cristiano, irrumpen vociferantes e intolerantes como protagonistas de la vida social y política, da cuenta del entorno favorable que tienen estos sectores de costarricenses que hoy levantan ese ideario que parece ir a contracorriente de lo que algunos ticos llamaron “la vía costarricense” de desarrollo.

¿En dónde estaba esa otra Costa Rica que ahora surge con tanta fuerza en la coyuntura electoral? ¿Estuvo siempre ahí, tan solo esperando el momento para surgir? En realidad, es una Costa Rica que se ha venido incubando desde que en los años ochenta, siguiendo la tendencia mundial, se iniciaron las reformas neoliberales y que, lentamente, transformaron la estructura social del país e implantaron un sentido común neoliberal.

Y esta Costa Rica, le guste o no al statu quo ideológico-cultural hasta ahora hegemónico, no solo llegó para quedarse sino que crecerá en el futuro, no solo porque las causas estructurales que están en su base permanecen inalterables sino porque, y esto tal vez es más importante, fuerzas políticas tradicionales, otrora alineadas con la socialdemocracia o el socialcristianismo hasta ahora dominantes en el espectro político del país, ya se están plegando a esta fuerza insurgente, apostando por una profundización del modelo que ha llevado a la debacle.

(*) Escritor, filósofo, pintor, investigador y profesor universitario nacido en Guatemala. Ha publicado tres novelas y cuentos y poemas en revistas. Es catedrático e investigador del Instituto de Estudios Latinoamericanos (Idela) de la Universidad de Costa Rica y presidente AUNA-Costa Rica.

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