Trump vs Cuba: Un año después – Por Ernesto Limia Díaz

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Donald J. Trump tomó posesión el 20 de enero de 2017. No habló de Cuba, no tuvo tiempo. Una prioridad de mayor envergadura centró su atención: reforzar la supremacía de Estados Unidos en un orden internacional amenazado con descarrilarse, dada la magnitud de la crisis de la globalización neoliberal. Como no se conforma con ello, prometió regresar al curso unipolar con que el imperio yanqui consiguió aprisionar al planeta tras el derrumbe del Muro de Berlín.

El 24 de enero se reunió con los grandes del automóvil: Ford, General Motors y Fiat Chrysler, a quienes amenazó durante la campaña presidencial con aplicar sanciones si no retornaban sus fábricas. Necesitaba el voto de los trabajadores anglosajones afectados con el desplazamiento manufacturero hacia países con mano de obra barata, y lo consiguió. Al instalarse en el Despacho Oval, debió zanjar el incidente y les prometió a los magnates un marco regulatorio “hospitalario”: retiró a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático —también una demanda de las transnacionales del sector energético— e inició su principal batalla interna en 2017: la más profunda reforma fiscal de las últimas tres décadas —con recorte tributario de cerca de 1,5 billones de dólares en los próximos diez años—, que ganó en el Congreso pese al rechazo de la opinión pública interna —encuestas de NBC News y The Wall Street Journal reflejan apoyo de solo el 21 % de la población.

Tres días después de su reunión con los fabricantes de autos, emitió el “Memorando presidencial para reconstruir las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”. El 23 de febrero declaró que el arsenal atómico se había quedado atrás y prometió situar al país “a la cabeza del club nuclear” —como si no estuviesen en esa posición desde que inventaron la bomba atómica. Trump propuso al Congreso, y se aprobó, destinar 639 000 millones de dólares al presupuesto del Pentágono —9 % más de lo destinado a gastos militares en el último ejercicio fiscal de la Administración Obama. Luego aprovechó la algarabía generada por sus escandalosos altercados mediáticos con la prensa, para resolver otro asunto pendiente: echó abajo las regulaciones que Wall Street y los grandes bancos debieron obedecer tras la crisis financiera de 2008, sin que los ciudadanos se percataran de ello.

Para satisfacer al poderoso lobby judío, intentó desbancar al gobierno de Siria valiéndose de la ofensiva aliada contra el grupo terrorista Estado Islámico; se retiró del consensuado pacto iraní con Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia sobre su programa nuclear —en vigor desde el 15 de julio de 2015 y al que se había opuesto el Partido Republicano en el Congreso—, y aprobó trasladar la embajada estadounidense en Israel hacia Jerusalén Oriental, sin prestar atención al rechazo de la Unesco, de la cual se retiró, y del Consejo de Seguridad de la ONU.

Este patrón de actuación global signado por el desprecio a los mecanismos de concertación multilateral y el abandono del ejercicio de la ética en las relaciones internacionales, condicionó que el 18 de diciembre de 2017, durante la presentación de su Estrategia de Seguridad Nacional, advirtiera que Estados Unidos entró en una nueva era de rivalidad. El documento anuncia que “están haciendo inversiones históricas en el ejército”, declara a Rusia y China como principales amenazas contra la seguridad de la Unión y califica a Cuba y a Venezuela como “modelos autoritarios de izquierda anacrónicos”. Una semana antes, el Congreso había concedido al Pentágono la cifra récord de 700 000 millones de dólares para el año fiscal 2018, señal de que las declaraciones del presidente no son meras amenazas, ni tienen un carácter unipersonal.

Dentro de esta lógica, el 3 de febrero de 2017 Trump ordenó revisar la política respecto a Cuba y, entretanto, paralizar la mayor parte de los intercambios oficiales y los mecanismos de cooperación establecidos. El 16 de junio, en Miami, desvió las relaciones bilaterales hacia un curso de confrontación y dejó entrever que se proponía destrozar todo lo avanzado.

Ese día derogó la popular Directiva Presidencial de Política (PPD-43), sancionada por su predecesor para instituir los acuerdos no vinculantes alcanzados a partir del 17 de diciembre de 2014. Le urgía triturar el guion que por ocho meses rigió la actuación de la burocracia federal respecto a la Isla y, en el propio acto, sancionó su “Memorando presidencial de seguridad nacional sobre el fortalecimiento de la política de los Estados Unidos hacia Cuba”.

Anunció dos nuevas medidas: prohibir las transacciones directas con el sistema empresarial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el Ministerio del Interior, y revocar los viajes individuales a la mayor de las Antillas por parte de ciudadanos estadounidenses en la categoría de intercambio “pueblo a pueblo”.

En Miami quedaron con vida las relaciones diplomáticas, las embajadas en Washington y La Habana, los 22 instrumentos bilaterales suscritos en materia de salud, agricultura, medio ambiente y aplicación de la ley; las acciones de cooperación en temas de interés mutuo como enfrentamiento al terrorismo, narcotráfico, ciberseguridad y ciberdelitos, seguridad de los viajes y el comercio, tráfico de personas y fraude migratorio, lavado de activos y delitos financieros, trata de personas y asistencia judicial en materia penal; el correo postal directo, los vuelos regulares de las aerolíneas estadounidenses y las operaciones de cruceros; los acuerdos comerciales con turoperadores y otras compañías.

Pese a la estridencia de su retórica, la mayoría de los analistas políticos de ambas orillas aseveró que el presidente no podría retrotraer el estado de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba a la era Bush (hijo). Lo creían incapaz de desmontar la política instrumentada por Obama, que suponían “irreversible”. Perdieron de vista un detalle: para Trump no existen barreras. Desmontó su sede en La Habana echando mano a supuestos e improbables “ataques sónicos” que, según alega, afectaron la salud de 22 diplomáticos estadounidenses acreditados en Cuba. Pareciera un remake de la fantasiosa Guerra de las Galaxias con que Reagan aterrorizó a Gorbachov. Resulta conocido que el nuevo inquilino de la Casa Blanca ha explotado de manera rutinaria —lo mismo como candidato que como presidente— temores a amenazas ocultas vagamente definidas, como una justificación para la política.

Basado en esta ficción, el 29 de septiembre de 2017 ordenó retirar a más del 60% del personal acreditado en Cuba. Como escribió un amigo: entre los supuestos “sordos” no hay ningún empleado cubano de los que trabajan en las residencias de esos diplomáticos. Ni tampoco el “rayo misterioso” dañó a las esposas e hijos de los 22 funcionarios presuntamente afectados —que, como es obvio, residían en la misma casa.

De acuerdo con el “Manual de Asuntos Exteriores del Departamento de Estado”, emitir una salida ordenada requiere una “Advertencia de viaje” acompañante y en este caso se aplicó el Nivel 4, que “…es el mayor nivel de recomendación debido a la mayor probabilidad de riesgos para la vida” (Departamento de Estado, 10 de enero de 2018). Esta farsa degradante y ridícula le sirvió a Trump para desalentar la visita de los estadounidenses a la Isla, generando un clima capaz de interrumpir el intercambio en las 12 categorías aprobadas. Su redacción —intimidatoria a todas luces—, buscó crear una barrera sicológica para el intercambio “pueblo a pueblo”. La cito en extenso:

El Departamento de Estado advierte a los ciudadanos estadounidenses que no viajen a Cuba. Durante los últimos meses, numerosos empleados de la Embajada de Estados Unidos han sido blanco de ataques específicos. Estos empleados han sufrido lesiones graves como consecuencias de estos ataques. Las personas afectadas muestran una gama de síntomas, entre ellos, malestar en los oídos y pérdida de audición, mareos, dolores de cabeza, fatiga, trastornos cognitivos y dificultad para dormir.

Los gobiernos de los Estados Unidos y Cuba todavía no han identificado a los responsables, pero el gobierno de Cuba es responsable de todas las medidas apropiadas para prevenir los ataques a nuestro personal diplomático y los ciudadanos estadounidenses en Cuba. Debido a que la seguridad de nuestro personal está en riesgo y no hemos podido identificar el origen de los ataques, creemos que los ciudadanos estadounidenses también pueden estar en riesgo y les advertimos que no viajen a Cuba. Los ataques han ocurrido en las residencias de los diplomáticos de Estados Unidos y en los hoteles frecuentados por ciudadanos estadounidenses. El 29 de septiembre, el Departamento de Estado ordenó la salida de los empleados del gobierno de Estados Unidos que no prestan servicios de emergencia, así como sus familiares […].

Debido a la reducción de personal, la embajada de Estados Unidos en La Habana tiene una capacidad limitada para brindar asistencia a los ciudadanos estadounidenses. La Embajada proveerá solamente servicios de emergencia a los ciudadanos estadounidenses (Departamento de Estado, 29 de septiembre de 2017).

Suspender la emisión de visas de viajeros y de emigrantes cubanos en su consulado en Cuba, por la drástica reducción del personal de la embajada, —hecho sin precedentes desde la apertura de una oficina en La Habana en 1977— y transferir estas gestiones hacia terceros países, ha hecho prácticamente inviables los trámites de quienes aspiran a emigrar o necesitan visitar a Estados Unidos. Con ello la Casa Blanca boicoteó la cooperación bilateral en temas de interés mutuo en materia de salud, medioambiente, control de enfermedades y agricultura, entre tantos, y han sufrido afectación los viajes entre los dos países y los programas de intercambio florecidos en los últimos años.

Al no poder recibir sus visas en La Habana, muchos cubanos se ven imposibilitados de asistir a eventos culturales, deportivos, científicos y académicos en Estados Unidos y se han cancelado las visitas de decenas de grupos estadounidenses, incluidos los de estudiantes universitarios. Por citar algunas cifras: los viajes de ciudadanos de ese país a Cuba crecieron un 76% en 2015 y un 74% en 2016. En 2017 arribaron a la Isla 619 523 estadounidenses (+217%) y 453 905 cubanos residentes en Estados Unidos (+137,8%). En total, los viajeros procedentes de la Unión alcanzaron el pasado año la cifra de 1 173 428 personas (+191%), pero en las últimas semanas se constata ya una considerable disminución. Respecto al intercambio, durante 2016 se realizaron más de 1 200 acciones en los sectores académico, educacional y cultural; sin embargo, tras los últimos acontecimientos, solo en la cultura se han producido hasta la fecha 33 cancelaciones.

Apenas tres días después de retirar a su personal en La Habana, el 2 de octubre de 2017, Estados Unidos expulsó de Washington a 17 diplomáticos cubanos. El Departamento de Estado proveyó una lista específica de los funcionarios a retirar, que prácticamente inhabilitó la Oficina Consular —quedó uno solo para procesar las visas— y desmanteló la Oficina Económico-Comercial. Esta segunda maniobra les permite entorpecer las visitas familiares a su país de los cubanos residentes en Estados Unidos y dejó sin interlocutor a un sector del empresariado norteño (comunicaciones, agricultura, transporte, alimentos y turismo, entre los más significativos) con interés en explorar e identificar oportunidades de negocios en Cuba —sin contar que la comunidad empresarial ha desempeñado, y desempeña, un papel político de primer orden en favor de normalizar las relaciones bilaterales.

Es política del Departamento de Estado reevaluar esta partida ordenada cada 30 días; sin embargo, no han querido tomar en cuenta que la investigación desarrollada por autoridades cubanas, “…que hasta ahora han recibido una cooperación muy limitada y poco efectiva de Estados Unidos, ha arrojado que no existe evidencia alguna sobre la ocurrencia de los alegados incidentes, ni de las causas de las afecciones de salud notificadas, ni de que estas hayan sido causadas por un ataque de cualquier naturaleza” (Vidal, 2017). Tampoco hallan eco las declaraciones de expertos y medios de prensa como The New York Times, Science y Associated Press, respecto a que no existen pruebas para culpar a Cuba por los alegados “ataques sónicos”; al tiempo que relevantes neurólogos, otorrinolaringólogos y científicos acústicos de Estados Unidos, Reino Unido y Alemania alertan de que los “misteriosos síntomas” obedecen a un “trastorno psicogénico colectivo”, o sea, a un ataque de histeria grupal por estrés.

La campaña mediática anticubana, empero, fue concienzudamente planificada, pues incluso en la narrativa de analistas norteamericanos que califican de “desproporcionada” y “punitiva” la respuesta de Trump, prevalece el criterio de que detrás de los “ataques acústicos” está la mano de un tercer país interesado en descarrilar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos.

“El FBI probó la hipótesis de que ondas audibles, infrasónicas o ultrasónicas pudieran haber sido utilizadas clandestinamente para herir a estadounidenses en Cuba y no encontró evidencia alguna, tras meses de investigaciones y cuatro viajes a La Habana” —develó la agencia Associated Press, el lunes 8 de enero de 2018, luego de acceder a un informe interno de la División de Operaciones Tecnológicas de esta agencia federal de seguridad.

La noticia precedió una audiencia del Subcomité del Hemisferio Occidental del Comité de Relaciones Exteriores del Senado —presidida por el republicano Marco Rubio y copresidida por el demócrata Robert Menéndez—, celebrada 9 de enero de 2018. No les importaba establecer la verdad, procuraban continuar la farsa. “A nadie le sorprenden las acusaciones infundadas ni las fabricaciones de los senadores anticubanos, cuya única agenda política a lo largo de los años ha sido llevar a nuestros dos países hacia una confrontación, sin importarles las consecuencias. Su total falta de escrúpulos y credibilidad es reconocida. La gran víctima de la audiencia del día de hoy ha sido la verdad” —declaró ese día Josefina Vidal, directora de América del Norte del Minrex (Vidal, 2018).

Ante la falta de evidencias, la inesperada filtración del FBI a Associated Press dejó descolocado al presidente Trump. La reacción no podía tardar: al día siguiente de la audiencia senatorial, el 10 de enero de 2018, Michele T. Bond, subsecretaria del Buró de Asuntos Consulares del Departamento de Estado, declaró en una teleconferencia que la “Advertencia de viaje” a Cuba debió ser modificada al Nivel 3 —de inferior gravedad. En este caso se establece: “Reconsiderar el viaje: Se debería evitar viajar debido a graves riesgos para la seguridad y protección” (Departamento de Estado, 10 de enero de 2018). “Hicimos un examen cuidadoso, consultamos con nuestros expertos y ésta ha sido la conclusión con respecto a Cuba” —reconoció la funcionaria (Cubadebate, 2018).

Otro importante capítulo de esta saga aconteció el 8 de noviembre de 2017: ese día la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro y la Oficina de Industria y Seguridad (BIS) del Departamento del Comercio publicaron una arbitraria lista de 180 entidades cubanas (Cuba Restricted List) supuestamente vinculadas al sector de la defensa y la seguridad nacional, con las que quedaba prohibido todo tipo de transacción a partir del 9. Como las regulaciones específicas para implementar las medidas de bloqueo contenidas en el memorando que Trump firmó en Miami el 16 de junio, no definen qué es permitido o no, generan confusión y, por ende, su efecto es intimidatorio y disuasivo no solo para el empresariado norteño, sino para otras compañías de terceros países que poseen acciones del capital estadounidense.

¿Podemos esperar que Trump se detenga aquí? No lo creo. En su lógica no existe otro presupuesto que “ganar, aplastar” y lo intentará todo. No —como muchos analistas refieren— anclado a la locomotora de Marco Rubio, sino con su propia agenda destructiva y fascista, que aspira a anular a Cuba como símbolo.

Ya el 22 de diciembre de 2017, el Servicio de Ciudadanía e Inmigración (Uscis) notificó la decisión de suspender temporalmente, pero de inmediato, las operaciones en su oficina de La Habana, ante la reducción del personal de la embajada. Lo visto apunta a que la nueva administración se propone retomar el tema migratorio como arma de guerra. Y en esa senda, no sorprendería que Trump disponga el restablecimiento de la interpretación “pies secos / pies mojados” en la Ley de Ajuste Cubano, pese a su retórica antinmigrante hacia el resto del planeta. Es cierto que para derogarla la Administración Obama contó con el apoyo de la mafia de Miami; mas también es cierto que el pragmático empresario apoltronado en el Despacho Oval es capaz de fabricar un escenario que revierta esa percepción si, de pronto, presume que con ello va a poner a la Revolución contra las cuerdas.

Antes, por supuesto, intentará regresar a Cuba a la espuria lista de países patrocinadores del terrorismo —ya inventará algo— y suspender los acuerdos de cooperación firmados con la Administración Obama. También se propondrá eliminar el permiso a las compañías aéreas que vuelan a la Isla, un punto en el cual la Cámara de Representantes empezó a hacerle la tarea, con la aprobación de un proyecto de ley para revisar las eventuales fallas en los sistemas de seguridad de los aeropuertos cubanos que tienen vuelos comerciales con los de la Unión.

No se han roto las relaciones diplomáticas, ni ha sido expulsado el embajador cubano en Estados Unidos —medidas no descartables—, pero el estado en que quedaron ambas sedes les hace imposible funcionar con normalidad.

La Administración Trump no ha conseguido avanzar más en sus proyecciones, por la actuación de numerosos sectores (empresarios, académicos, militares retirados, entidades científicas y educacionales, agencias de viajes, organizaciones diversas, cubanos residentes e, incluso, agencias gubernamentales), que a partir del cambio operado el 17 de diciembre de 2014, corroboraron la justeza de encauzar los nexos bilaterales hacia una progresiva normalización y han recibido los beneficios de una relación diferente con Cuba. Este compromiso hizo posible la concreción de nuevos negocios en ámbitos del turismo, el transporte, la agricultura y equipos para infraestructura, y que se avance en la negociación de nuevos acuerdos en materia de salud, energía y biotecnología.

Pese a la elevación de la retórica anticubana —tanto por el presidente Trump como por otros altos funcionarios—, el gobierno cubano se niega a contribuir al enrarecimiento del clima bilateral y ha reiterado la voluntad de continuar el diálogo respetuoso. El Minrex presentó al Departamento de Estado siete planes para implementar los memorandos de entendimiento suscritos sobre cooperación en materia de hidrografía y geodesia, áreas terrestres protegidas, sismología, meteorología, control del cáncer, sanidad animal y vegetal, y hermanamientos de parques nacionales, y reiteró las propuestas de bases para cooperar en el enfrentamiento a la trata de personas, terrorismo, tráfico de personas, fraude migratorio y lavado de activos. Está a la espera de las respuestas de Washington.

El año 2018 será complejo para todos en la Tierra y también para Cuba, que aboga por preservar las relaciones con Estados Unidos, pero jamás se doblegará ante presiones ni chantajes.

Bibliografía:

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