¡Chile, una democracia sin pueblo! – Por Nicolás Camerati

815

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Contexto NODAL
Más de 14 millones de chilenos y chilenas están habilitados para votar en las elecciones presidenciales del 19 de noviembre. Si ningún aspirante obtiene la mitad de los votos, se celebrará una segunda vuelta el 17 de diciembre. En los comicios también se renovarán la totalidad de Diputados y la mitad del Senado. Para presidente se postulan ocho candidatos. El exmandatario, Sebastián Piñera (Chile Vamos), lidera la intención de voto. Le sigue el representante del oficialismo, Alejandro Guillier (Nueva Mayoría). Además competirán Beatriz Sánchez (Frente Amplio), José Antonio Kast (independiente), Marco Enríquez-Ominami (PRO), Carolina Goic (PDC), Eduardo Artés (UPA) y Alejandro Navarro (País).

Por Nicolás Camerati (*)

La hipótesis de que los ciudadanos no se presentarán a votar a las urnas para las próximas elecciones presidenciales chilenas debe ser tomada muy en serio. Y esto, no porque, según INFOBAE, Chile es el país con el más alto nivel de abstención electoral del mundo, sino, porque el nivel de abstención electoral en las últimas elecciones municipales chilenas representa, tanto empíricamente como teóricamente, el desmoronamiento de la legitimidad democrática representativa y el comienzo del fin del pueblo político chileno.

Como se sabe, en casa de Locke, Rousseau, Hegel o Ricoeur una de las discusiones más importantes de la política, consistió en la constitución y definición de la soberanía del pueblo. De hecho, si hay un punto en que están de acuerdo estos autores de distintos horizontes, es que para que se constituya el pueblo soberano, figura que es esencialmente amorfa, hace falta una mediación; que no es otra cosa que «una reunión que articula y autoriza». Mediación que en la modernidad fue ofrecida por medio del método electoral representativo. En efecto, en las democracias modernas, son las elecciones representativas el sustento y la modalidad que, por excelencia, expreso y definió la soberanía del pueblo.

Es aquí donde tocamos un primer tema que nos interesa: el pueblo necesita estar constituido y tal es el papel de la institución electoral. El pueblo no es una simple imagen o una abstracción conceptual, sino, es por sobre todo una actividad de mediación política. Para que el pueblo y la soberanía se constituyan hace falta que varios individuos mezclen sus acciones y que de esta combinación de acciones resulte, como síntesis, el nombramiento de un delegado quien numéricamente representará la voluntad general. El pueblo político moderno no está arriba, ni abajo, no es ni el pópulo, ni la elite, sino, es más bien, un método de articulación y de mediación numérico que representa una voluntad general.

Teniendo en cuenta lo expuesto anteriormente, el agotamiento que en Chile están viviendo las formas tradicionales de sujeción individual a las estructuras colectivas de mediación política (elecciones) está poniendo en juego uno de los elementos estructurales de la democracia representativa: la constitución de la voluntad general. Es bajo este fundamento que se entiende un cierto eclipse del pueblo soberano. Si las personas dejan de presentarse a las urnas, si nuestros representantes ya no logran articular la diversidad ciudadana en una acción conjunta, y si ya no existe un cierto cuerpo y voz que unifique a la masa amorfa, entonces podemos anunciar que el pueblo democrático moderno chileno está, a lo menos, siendo cuestionado. ¿Qué pueblo nos estaría quedando, si las personas no se movilizaran para ir a votar a las urnas?

¡Ahora bien! Al mismo tiempo que se observa un debilitamiento del pueblo soberano, se constata un cierto debilitamiento de nuestros representantes, dicho de otra manera: al mismo tiempo que el abstencionismo electoral desdibuja al pueblo, se debilita por reflejo la legitimidad con que disponen las personas electas para gobernar. En efecto, cuando el desaire de los individuos se hace tan profundo que ni siquiera el 40% de la población hace el esfuerzo por ir a votar a las urnas, no solo se pone en juego la definición de pueblo soberano, sino, en el mismo acto y al mismo tiempo, se pone en juego la auctoritas (Hannah Arent) de nuestros gobernantes.

Es aquí donde tocamos el segundo tema que nos interesa: la autoridad de nuestros gobernantes no es un atributo intrínseco de quienes gobiernan. Ninguna mujer o hombre o ni ningún grupo ha recibido, por simple mandato, la autoridad de gobernar a otros. De hecho, en la historia, cada estructura de poder, sea esta religiosa, tradicional o moderna ha tenido que desarrollar un sistema capas de “aumentar” y hacer trascender el poder de sus agentes. En la modernidad, y en particular en las democracias representativas, ha sido la institución electoral la que ha cumplido con esta función.

Efectivamente, la legitimidad de nuestros gobernantes en las democracias representativas se ha sustentado en la representatividad, sistema que ha reconocido al electo como el reflejo de la unidad ciudadana -del pueblo- y por lo tanto, como el idóneo para tomar las decisiones que conciernen a otros miembros de la sociedad. El mecanismo no deja de ser interesante: el representante es quien le permite a los ausentes, que son los representados, aparecer y reflejarse en las decisiones. Dicho en otros términos, las democracias representativas a partir de una especie de efecto espejo, entre las bases y sus gobernantes, han logrado “aumentar” el poder de sus agentes, transfiriéndoles una suerte de agregado de objetividad que los autoriza.

Aquí, sin querer alargarnos, no podemos desconocer la espléndida picardía teórica de la democracia representativa, que a partir de la construcción de una jerarquía no lineal, hace al mismo tiempo, del nivel más bajo de la jerarquía el meta-nivel, dicho de manera abrupta: hace de los electores y de los electos dos caras de un mismo acto. De alguna manera, la representatividad salva la picardía política argumentando que los gobernantes son el reflejo del pueblo. Respetarlos, autorizarlos y obedecer las leyes, hechas por ellos en el parlamento, es de alguna manera, obedecernos a nosotros mismos que constituimos el pueblo. ¿Pero a quién estaríamos obedeciendo si las personas no se movilizaran para ir a votar a las urnas, si el pueblo no se constituyera?

Siguiendo el orden de ideas que hemos venido enunciando, si hay algo que no podemos perder de vista y que se deduce de nuestras declaraciones, es que, al fin de cuentas, son las elecciones el momento fundador del sistema democrático. Dicho en términos gráficos, son las elecciones el punto de solución de las democracias representativas, donde se cruzan y coinciden las tres variables que constituyen el plano del sistema: el pueblo, sus gobernantes y la legitimidad política. En efecto, para bien o para mal, no existe para el sistema democrático representativo, al día de hoy, otro acto tan breve, tan fuerte, tan importante y tan trascendente como las elecciones. Es por medio de éstas que se instituye la unidad social que denominamos Pueblo y la legitimidad de nuestros gobernantes. Gobernantes que en palabras de Abraham Lincoln “actúan por el Pueblo y para el Pueblo”.

Aunque sea desagradable para nuestra tranquilidad reflexiva, ¡voila!, una de esas banalidades de base que nos cuenta tanto aceptar: la democracia para existir necesita que las personas tengan a lo menos el interés de ir a votar a las urnas. Así de fuerte es la importancia de las elecciones y de la participación electoral. En un país, dónde la participación electoral es dudosa, donde la gran mayoría de la población no le interesa su derecho a voto o donde no existe una combinación de acciones que den como síntesis el nombramiento de un delegado quien numéricamente representa la voluntad general, no existe el pueblo soberano, ergo no hay representantes legítimos, ergo no hay democracia. Dicho en otros términos, una democracia sin electores, es una democracia sin Demos y con una acentuación del Kratos, es decir, un sistema de poder sin pueblo y sin legitimidad.

En fin y aquí el punto que nos reúne. El nivel de participación electoral de las próximas elecciones en Chile supera ampliamente la tragedia que significaría que Piñera sea electo presidente, pues, lo que verdaderamente está en juego es el equilibrio estructural del sistema democrático chileno en su conjunto. En efecto, si las próximas elecciones presidenciales en Chile no superan el 50% de participación ciudadana, siendo indulgentes, podríamos enfrentarnos a un hito político y social desconocido para el mundo entero. Por primera vez en la historia política democrática de occidente estaríamos frente a una acción ciudadana generalizada, consciente o inconsciente (este no es el problema), que sin enmarcarse en el cuadro de una subversión activa al sistema o de una batalla frontal o parlamentaria, tal y como ha sido enseñada y practicada por revolucionarios o reformistas de todo tipo en el mundo entero, pondría en jaque la democracia representativa, relativizando aquello que parecía una adquisición intocable del progreso de las democracias modernas: las elecciones como mecanismo constitutivo del pueblo y como acto de legitimación político.

Quizás nosotros, los ciudadanos y los gobernantes no deberíamos olvidar la apreciación de Heráclito cuando decía que: los hombres lúcidos se interesan en un solo universo, el universo común, mientras que los hombres confundidos viven en sus mundos individuales. En todos los casos y parafraseando a Octavio Paz, un país sin participación electoral es una nación sin pueblo, sin voz, sin ojos y sin brazos.

(*) Doctor en sociología, Universidad París Descartes, la Sorbonne, Francia. Máster en investigación “modos de vida y políticas públicas”, Universidad de París 8, Francia. Licenciado en Sociología Universidad Alberto Hurtado, Chile.

El Mostrador

Más notas sobre el tema