¿Por qué siguen matando a líderes sociales? – El Espectador, Colombia

629

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Cómo es posible, si el Gobierno estaba en el territorio, y todos los reflectores se han posado sobre Tumaco, que asesinen a un líder social que había solicitado protección por amenazas contra su vida? ¿Cuántas más veces tendremos que plantear preguntas similares? ¿Cómo puede hablarse de paz regional si quienes le apuestan a la institucionalidad terminan silenciados? ¿Cuál es la excusa en esta ocasión?

El martes se supo que José Jair Cortés fue asesinado en la zona rural del municipio de Tumaco, Nariño. Cortés era uno de los miembros del Consejo Comunitario del territorio de Alto Mira y Frontera, y había sido uno de los principales críticos contra la violación de los derechos humanos de las poblaciones locales. Hace poco fue una de las voces que denunciaron la masacre que dejó a siete campesinos muertos y otros tantos heridos en hechos aún por esclarecer, que involucraron a la Fuerza Pública.

Tal vez lo más frustrante del relato sobre Cortés es que se trata de una muerte anunciada. La Corporación Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo expidió un comunicado, donde se dice que el líder “tenía amenazas hace varios días, situación que fue puesta en conocimiento por parte del Consejo Comunitario hace 20 días, aproximadamente, ante las autoridades competentes”. Es necesaria, entonces, la pregunta: ¿es el Estado incapaz de proteger a los líderes sociales?

El alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos en Colombia repudió los hechos. Por su parte, la Defensoría del Pueblo de Colombia también rechazó el asesinato y exigió el “esclarecimiento de los hechos”. Miembros de la comunidad le dijeron a Caracol Radio que sospechaban que los responsables eran narcotraficantes, que están ejerciendo control sobre el territorio. Las investigaciones están en proceso.

En respuesta al asesinato, Camilo Romero, gobernador de Nariño, dijo que “nuevamente nos resistimos a aceptar que la guerra siga dejando su huella en el Pacífico nariñense”. Esa es, sin duda, la única reacción posible, pero no deja de ser frustrante que después del acuerdo con las Farc tengamos que hablar de “resistencia”, en vez de estar construyendo un nuevo país.

Lo claro con lo ocurrido es que todos los miedos que se expresaron en las negociaciones se están materializando. La fuerza del narcotráfico es cada vez más abrumadora y sigue dominando sobre las repúblicas independientes de la coca. El Estado ha sido incapaz de suplir los vacíos de gobernabilidad dejados por las Farc y tampoco, como vemos, tiene total monopolio sobre el ejercicio de la fuerza. La población, mientras tanto y en ausencia de alternativas, sigue persiguiendo el sueño de la coca como único medio de sustento. Los pocos líderes que le apuestan a la construcción de democracia están sujetos a constantes amenazas cuya letalidad, como lo demuestra el caso de Cortés, no puede ignorarse.

Entonces, ¿qué hacemos? En este espacio hemos celebrado la disposición del Gobierno por reconocer estos hechos y enfrentarlos, por lo menos en sus discursos. Pero la realidad demuestra que las medidas tomadas están siendo ineficientes. El problema es que entre más tiempo pasa, la situación se recrudece y se hace más difícil responder. ¿Cuántos editoriales más nos veremos forzados a escribir lamentando este tipo de muertes?

El Espectador

Más notas sobre el tema